La posverdad judicial
Con un abrazo para Pablo Alberto Deramond y Jorge Silhi
CIUDAD DE MÉXICO, 5 de abril de 2019.- Mi madre y yo lo plantamos en el límite del patio, donde termina la casa… Tal vez sea mucho decir que Alberto Cortez marcó la vida de una generación, pero sí dejó huella en tres amigos entrañables que, sin dinero y sin pasado, crecimos con Joan Manuel Serrat y este trovador argentino, español, mexicano, que murió el día de ayer.
En aquel entonces teníamos el alma sin medias suelas (no gastada), como canta Serrat en Decir Amigo.
Y gracias a que en ese bar –uno de los más australes y baratos del mundo–, los menores de edad podíamos consumir vino, nos sentábamos hasta la madrugada a hablar de música, de poesía, de letras nostálgicas porque algún día nos iríamos de ese pueblo blanco, como hicieron nuestros ídolos Serrat y Alberto Cortez.
En el día reñíamos casi a muerte en el Liceo, cada quien en su trinchera y con sus huestes: uno en la gobernante Unidad Popular, otro en la democracia cristiana, y el tercero en la ultraizquierda. Pero en la noche de un viernes o algún sábado la política quedaba afuera del Mocambo (el bar) y sólo se hablaba de Serrat, de Cortez, de Machado y ciertos tangos.
Sin plata pero con fe (parafraseando a Gardel), nos alcanzaba para una sola botella de vino, que era tan malo que le llamábamos el Tres Amigos: uno toma y dos lo sujetan.
La condición para que nos sirvieran vino era consumir algún alimento: un sándwich para los tres. Cantidad suficiente para salir abrazados, haciendo eses por las calles mojadas hasta la casa del Turco, a quién torturaron las tres ramas de las fuerzas armadas cuando nos cayó y calló el golpe de estado de Augusto Pinochet. Era menor de edad.
Nunca se fue, como le prometimos a Serrat y a Cortez, pues prefirió ser fiel a una consigna superior pero equivocada: el MIR no se asila.
Hablábamos de la verdad que encerraban ciertas frases sencillas, como la del Callejero: su filosofía de la libertad fue ganar la suya sin atar a otros, y sobre los otros no pasar jamás. Nunca hemos fallado en lo que aprendimos de esa canción.
Inventábamos historias de nuestros ídolos y sobre la mesa del Mocambo, bajo una gatita de unicel que estaba en la pared, las poníamos a bailar descalzas.
El Turco decía que Serrat y Cortez eran atacados por Julio Iglesias, el cantante del franquismo, pues para Serrat y nadie más iba dirigida la frase que decía no me gusta que hable quien no puede hablar. El otro, en respuesta, cantaba en catalán.
Y Pablo Alberto acotaba que entre Serrat y Cortez había una hermandad indisoluble, forjada en una universidad de España y plasmada en la música de Las Moscas y Nanas de las Cebollas, compuestas ambas por Alberto Cortez y cantadas por Serrat, con poemas de Machado y Miguel Hernández.
Hablábamos de los fachos de nuestro pueblo, retratados por Cortez: El vino entonces libera la valentía encerrada y los disfraza de machos, como por arte de magia… y luego son bravucones, hasta que el vino se acaba, pues del matón al cobarde sólo media la resaca (la cruda).
En todas nuestras veladas (y hasta hace pocos años), yo remataba con un Pero… ¡qué lindo es el vino! El que se bebe en la casa del que está limpio por dentro y tiene brillando el alma. Que nunca le tiembla el pulso cuando pulsa una guitarra. Que no le falta un amigo ni noches para gastarlas. Que cuando tiene un pecado siempre se nota en su cara… Que bebe el vino por vino, y bebe el agua por agua.
Murió Alberto Cortez, el que abrió su pecho para decirnos a su modesta manera: Qué suerte he tenido de nacer, para estrechar la mano de un amigo y poder asistir como testigo al milagro de cada amanecer… Qué suerte he tenido de nacer para callar cuando habla el que más sabe: aprender a escuchar, esa es la clave si se tiene intenciones de saber.
La vida nos ratificó la verdad de una simple frase del cantor: La victoria total, la de uno mismo, se concreta en el ser y en el no ser. Ahí está la otra clave, digo yo.
Decía Alberto Cortez que, obviamente, no sabía cuál sería, en su agonía, el balance de su vida (“nunca estuve en ese trance”).
Yo me quedo –hago mías y comparto con ustedes en esta columna atípica– con las últimas líneas de un poema suyo, sin mayores pretensiones, sobre lo que a todos nos espera, queramos o no queramos:
Pero sé, bien que sé, que en mi viaje final escucharé el ambiguo tañer de las campanas saludando mi adiós y otra mañana. Y otra voz, como yo, con otro acento, cantará a los cuatro vientos… ¡Qué suerte he tenido de nacer!