El episcopado ante el segundo piso de la 4T
Los procesos políticos en sociedades democráticas tienen episodios de sana intensidad en los que se juegan –a través de discursos, esencialmente– las gestiones y horizontes del gobierno temporal y del poder.
En el ideal democrático, la competencia política no sólo representa diferencias estéticas o de estilo administrativo que tiene cada partido en el poder sino que debe responder a distintas formas en cómo se lee la realidad social (crisis, desafíos, oportunidades) y al destino de las políticas públicas. Mientras unos se empeñarán en confiar en ellas y reforzarlas, otros buscarán decididamente un cambio de rumbo.
Desde su constitución, la Marea Rosa siempre ha sido un instrumento político gestionado por diversos actores e instancias de poder cuyas consignas han sido de naturaleza ambivalente: por un lado se exige absoluta inmovilidad y equidad de ciertas estructuras, pero al mismo tiempo se busca un cambio de rumbo que compense las desventajas de su conformación política. Por supuesto, en el fondo hay un hilo de razonamiento que sólo se entiende desde una clara –y legítima– ambición política: Hacer prevalecer todas las ventajas posibles del sistema político para el propio grupo mientras se reclaman peculiares desequilibrios que no necesariamente reflejan la voluntad popular. La intención, queda claro, es mantener o crear una representación suficiente para continuar en el juego.
Para algunos, la democracia debería ser sólo un juego lógico –y hasta ligeramente aburrido– sobre el que descansa una administración pública aparentemente formal, legal, amoral y aséptica; y, sin embargo, los conflictos políticos requieren un singular apasionamiento para movilizar los ideales e intereses de la ciudadanía. Sólo de esa manera se viven contiendas electorales cuya sustrato es básicamente la seducción y convencimiento de grandes porciones sociales a favor de una serie de objetivos e ideales, mientras también se forja la construcción de sentimientos adversos a otras opciones políticas. Pero ¿qué sucede con esos sentimientos una vez que se ha alcanzado el triunfo o padecido la derrota?
En el mundo desapasionado, el cambio de gobierno y la transferencia del poder político debería suceder sin ningún drama: se normalizaría la derrota tanto como el triunfo bajo la perspectiva de que ninguna condición es definitiva, y que en la ciudadanía reside toda potestad para mantener o reencauzar los liderazgos y las políticas públicas. Para llegar a ese estadío democrático, los politólogos liberales aseguran que deben confirmarse dos condiciones en las fuerzas políticas vencidas: Los partidos aceptarán con más sencillez su derrota cuando crean que tienen posibilidades razonables de ganar en un futuro y cuando confíen en que perder el poder no implica una catástrofe para el juego democrático o una amenaza a su existencia como fuerza política.
Es decir, la dimensión emocional para los vencedores es simple puesto que, ya enfrascados en las dinámicas propias de su recién conseguida o renovada autoridad como gobernantes, suelen autoengañarse elevándose más allá de las diatribas de los gobernados. Sin embargo, es en los derrotados donde se encuentra un termómetro más auténtico de la democracia: Si consideran que tienen posibilidades de ganar en futuras contiendas y si consideran que el triunfo de sus opositores no implica su propia extinción o la del sistema democrático en el que viven.
La Marea Rosa siempre ha jugado con la posibilidad de la catástrofe: todo está a punto del caos y ellos son los únicos que pueden salvar el futuro. Esta actitud es el auténtico fermento de la polarización emocional y del alarmismo sentimental político. Su lucha ya no es por la construcción de bases populares y ciudadanas, de cuadros políticos que seduzcan a través de un mensaje y un ideal; la lucha adquiere un grado de redención y liberación pero no a través del pueblo sino de las condiciones estructurales y del sistema. La lucha de la Marea Rosa confirma permanentemente dos sentimientos: que no tienen oportunidad de vencer si no tienen las condiciones a su favor y que, sin esas condiciones favorables, el triunfo de sus adversarios es un camino sin retorno al infierno democrático, a la tiranía o a la dictadura.
Sustentar bajo esos sentimientos una búsqueda política (por más legítima que esta sea) sólo opera paradójicamente contra la democracia en sí. Es el miedo al gobierno de quienes legal y legítimamente recibieron el apoyo popular y el miedo a no tener más posibilidades de éxito en el juego democrático es lo que realmente destruye a las democracias.
La Marea Rosa puede convertirse en un movimiento antidemocrático no porque persiga intereses de poder sino porque moviliza todas las desconfianzas del juego electoral. Cuando otros movimientos políticos perdieron sus contiendas, continuaron jugando bajo condiciones desiguales e injustas, pero desde ahí reconstruyeron los símbolos de su utilidad política: frente a las ideas de fraude y robo electoral (en 1988 y 2006, particularmente) construyeron el sentido de legitimidad popular. Y, por supuesto, años más tarde vencieron aun cuando consideraron que una ‘mafia del poder’ controlaba todo el sistema político gobernante. Y sí, por el bien tanto del sistema político como incluso del grupo en el poder –porque también podrían tener sueños de inmutabilidad de privilegios– más vale que sigamos confiando en la imperfecta y ardua democracia.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe