Trump sigue línea invasora de Bush Sr., Bush Jr., Obama y Biden
Con la pequeña ayuda de mis amigos pude ahorrarme la tortura que para mí representa el viajar en autobús a la vieja ciudad de hierro tanto por las veces que mi pequeña vejiga me obliga desde mis primeros recuerdos a ir al baño al menos dos veces por noche, por la nerviolera que siento porque alguien va conduciendo los armatostes que no soy yo, los enfrenones bruscos, la poca visibilidad de la carretera y del tránsito desde el asiento que ocupo, así como tratar de adivinar si el chofer no dormita por la especie de caparazón que ahora traen ciertos vehículos que pareciera que los conductores viene en una cápsula espacial herméticamente cerrada. La falta de pericia, experiencia y cancha para enfrentar las condiciones que se tienen que enfrentar para mi ermitañismo ya casi ancestral me hacen experimentar los episodios más ridículos que al comentarlos con los contados oyentes a quienes me atrevo a exponerlos, no saben si ponerse a reír o a llorar como cuando paso las de Caín por tratar de destrabar la puerta del baño en que reboto una y otra vez como lo hacía en el orinal del viejo siboney por usar las dos manos para desalojar parado y la puerta bastante apretada de dos hojas como el viejo oeste que en no pocas veces mojabas a los de la mesa de junto sin querer queriendo.
En una mole de más de doscientos pasajeros que se demoró veinticinco minutos en despegar y otros quince en poder salir por traer un asiento de los baratos en la cola del avión, enfrenté el tránsito de la tarde con un conductor trajeado pero bastante neurótico que en tono chilango quiso primero justificar a medias la deforma judicial en ciernes para terminar desesperado y apunto de liarse a golpes con un joven citadino que cruzaba una pequeña esquina armado de sus audífonos e ignorando por supuesto a quien se le cruzara en medio de su parsimonioso paso para a pesar de haberle compartido la ubicación del edificio del Instituto Mora a donde iba a acompañar a un de los orgullos de mi optimismo en su examen de Maestría, me llevó a el otro que se encuentra en las inmediaciones por los rumbos del parque hundido y de la otrora ladrillera Nochebuena. Con el tono chido chilango la “poli” que recibía a otro despistado como yo, nos indica que saliendo a la derecha a dos cuadras estaba el local ansiado al que después de experimentar la aventuras meshicas que Mr. Mark me reclamaba porque inquiría: Dígame Gerrardo porqué en México siempre engañan a uno al preguntar por ejemplo donde es la calle donde vive Gerrardo. Va dicir la persona con suficiencia y seguridad ¡ah Gerrrardo! Derecho tres cuadras, esquina árbol grande verde, a la izquierda casa roja es Gerrardo: Ahí va Mr. Mark tres cuadras, esquina no hay árbol grande, no hay esquina ¡no hay casa roja!, llego rayando el caballo al examen que gracias a su inteligencia, exposición y aportes es aprobada la luz de mis ojos.
De regreso a la todavía para mí añorada y deseada verde Antequera, tengo que tomar el vuelo de regreso en el aeropuerto que tirios llaman como uno de los mejores del mundo y los troyanos como una tomada de pelo que de entrada cuesta ciento treinta pesos el transporte de una terminal en las inmediaciones del victoria alada, conocida común mente como el ángel de la Independencia a pesar de sus voluminosas formas, que toda la información disponible pronostica una hora de traslado para llegar en cuarenta y cinco minutos sin mayores sobresaltos. Me instalo en una sala larga donde se encuentran mostradores de las líneas camioneras que llevan y traen a los pasajeros de diferentes puntos de la CDMX y lugares circunvecinos, además de algunos negocios de comida y cafés que en el fondo alberga una sala de abordar por su letrero de identificación donde me apoltrono con un café hirviendo ante las bajísimas temperaturas que allí se siente.
Nada ni nadie te entera salvo cuando pase de abordar en mano en el mismo tono chilango la policía que resguarda el acceso exclama: ¡Ah usted va a Oaxaca! desplegando unas indicaciones que requerirían un manual o un plano de ubicación que después de caminar alrededor de quince minutos encuentro la zona de abordar con más negocios de comida y curiosidades que los 18 slots que componen el aeropuerto a diferencia de los más de los 80 del Aeropuerto conocido, vuelos de cinco aerolíneas y una modernidad hechiza que recuerda a una caricatura de mis época en que en un primer cuadro aparecía un pájaro humanoide con una gran musculatura en brazos y pecho sonriendo y en un segundo cuadro el mismo personaje con cara de pena y unas piernitas como pollo de la merced. Además de obras sin terminar, inauguraciones ficticias, grandes cantidades de recursos fuera de planeación y cuestionables prioridades y utilidad, pareciera que como en otros aspectos la administración que experimentamos fue más de ocurrencias que de hechos.
Gerardo Garfias Ruiz