Cortinas de humo
OAXACA, Oax., 31 de enero de 2021.- Las teorías y prácticas más progresistas entienden al Derecho y al Estado como garantías jurídicas e institucionales para limitar a los poderosos y remediar la desigualdad, no para lo contrario.
De allí que ante los efectos notorios de la pandemia sobre las personas y grupos más débiles y sin recursos se exijan leyes y acciones más orientadas y eficaces para llenar las brechas y abismos sociales.
En tal sentido, la propia Constitución y la normatividad vigentes en México contienen claros mandatos que las instituciones y los actores sociales y políticos deben honrar.
La Constitución y los tratados internacionales establecen que los derechos humanos de libertad y participación política deben ser protegidos, ejercidos y tutelados sin distinción en todo tiempo.
A la vez, prescriben que las clases y grupos sociales desaventajados tienen prioridad en la aplicación del presupuesto público y en la remoción de obstáculos para que puedan igualarse más y convivir en mejores condiciones con los demás.
Para ello, el Estado y sus órganos de autoridad deben actuar en consecuencia, no aparentar que lo hacen y mucho menos encubrir prácticas opuestas a tales propósitos superiores.
Lo anterior es aplicable lo mismo en materia de apoyo económico y vacunación que de oportunidades políticas.
Así, aun cuando los procesos electorales deben transcurrir en un marco de normas que impidan a todos los gobiernos y sus partidos, aspirantes, precandidatos y candidatos sacar ventaja ilícitamente, violentar la libertad del votante e inclinar la cancha de juego en su favor, es claro que las administraciones públicas deben seguir prestando sus servicios a la sociedad, sobre todo en favor de los más pobres.
Empero, lo que está en definitiva fuera de la Constitución es que con motivo de las elecciones los poderes y actores políticos usen recursos públicos y publicidad para promocionar sus obras, promocionarse y romper la imparcialidad, neutralidad y equidad en la competencia.
Los órganos autónomos, fiscalías, institutos y tribunales electorales deben coadyuvar entre ellos y, en el ámbito de sus competencias, asegurar al máximo que las referidas normas y derechos se cumplan.
Existen, precisamente, para realizar esa delicada función y deben, por cierto, ocupar el espacio público y mediático lo más posible para comunicar con fidelidad y oportunidad sus acciones en tal sentido.
En particular, en un contexto de tan grave desigualdad, como el que se está agudizando en nuestro país dadas las consecuencias económicas de la pandemia, es de la mayor relevancia que aumenten la efectividad de sus políticas preferentes en favor de las personas excluidas, discriminadas o subrepresentadas.
Es imperativo que las mujeres, jóvenes y adultos mayores, indígenas, discapacitados o inmigrantes y personas de la diversidad sexogenérica ocupen más y mejores espacios de participación y gestión de intereses colectivos.
Que la pluralidad social, cultural y política se exprese e incorpore a los órganos del Estado es determinante, entre otras cosas, para mantener y enriquecer la pluralidad institucional, la Constitución democrática y la democracia constitucional, no sus antónimos.
A su vez, son herramientas necesarias para afianzar la garantía de mayor igualdad entre personas auténticamente libres.
Por último, pero no por ello menos trascendente, constituyen instrumentos para inocular al cuerpo social el suero antipersonalista, anti- demagógico y contra-autoritario.
Son clave porque estas prácticas, llevadas al extremo, sean del signo que fueren, suelen terminar por imponer otra injusticia sobre aquella que pretenden superar.
El Derecho y el Estado deben funcionar como antídoto a la desigualdad social, cultural y política, pero sin que al hacerlo inoculen el virus de una injusticia aún mayor.