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Subestimar la complejidad
CIUDAD DE MÉXICO, 13 de diciembre de 2020.- La pandemia que padecemos brinda la oportunidad de revalorar la riqueza de la comunidad.
Es claro que en cualquier contexto los seres humanos asumimos y defendemos la dignidad y autonomía individual.
Hasta quienes sufren condenables condiciones de explotación o servidumbre guardan espacios íntimos intocables y reclaman intereses que suelen ser vitales también para sus expoliadores.
Es así que desde la familia hasta la escuela o el trabajo actuamos en ejercicio de los derechos que acordamos y reconocemos a través del Derecho, pero la suma de esas individualidades si bien puede generar círculos de interacción con derechos y deberes delimitados no equivale a lo común.
Cuando las relaciones sociales, económicas y políticas individualistas son abiertas a la máxima libertad y mínimas restricciones posibles entonces la competencia aumenta lo mismo que la desigualdad y la injusticia.
Ante el flagelo del contagio, la enfermedad o la muerte en un contexto de falta de recursos la lucha interpersonal, la desconfianza, la discriminación y el conflicto social se intensifican. Sin mecanismos y prácticas para la cooperación y la solidaridad las cosas solo tienden a empeorar.
La cultura de la comunidad se funda en los valores de la familia extendida, fraternidad, bienes compartidos, propósito común y vínculos de identidad y pertenencia.
Supone ceder una parte de la soberanía, derechos y privilegios personales para sobrevivir, vivir y convivir en mejores condiciones y con menores costos para la mayoría y, de preferencia para todos.
En el futuro previsible el ideario de los derechos humanos, el medio ambiente, la democracia o el capitalismo ya no será posible sin la cultura de la comunidad.
Es urgente que la cooperación equilibre el impulso natural a la competencia, la fraternidad al egoísmo y la solidaridad activa a la sola dignidad privada.
Del hogar a la vecindad, del barrio al fraccionamiento, del pueblo a la ciudad y hacia adentro y afuera de las organizaciones públicas, privadas o sociales es tiempo de la cultura comunitaria.
No se trata de un romántico regreso a lo antiguo común, a utopías frágiles o pasajeras y tampoco de la innovación artificial de esquemas utilitarios oportunistas para ahorrar recursos o maximizar la escasez entre los pobres como paliativo a sus desventuras.
Consiste en reactivar el sentido profundo del compromiso vital en todas las instituciones de la estructura social para resistir, salvar y reconstruir las condiciones de una coexistencia sustentable.
El factor comunidad podrá no ser suficiente, pero ahora y siempre –mas que nunca ahora– es indispensable y prioritaria.