Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
OAXACA, Oax., 11 de octubre de 2020.- La doctrina profesional en ciencia política y constitucional sostiene que entre partidos, elecciones y gobierno hay una relación constante, interactiva y más o menos determinante según el contexto histórico.
Hoy, en el contexto mexicano, tenemos una muestra más de la validez de esa tesis.
Recordemos que, en el ámbito del sistema de partidos, los líderes políticos mexicanos construyeron y mantuvieron durante un largo periodo histórico un esquema de partido hegemónico encarnado en el PRI y su tolerancia con partidos satélite sin mayor competencia real.
Ese sistema partidario sostuvo un sistema de gobierno súper-presidencial que facilitó la estabilidad y conducción del Estado y la hegemonía política.
El Presidente gobernaba sexenalmente no solo el Poder Ejecutivo Federal sino al conjunto relevante de las relaciones interinstitucionales y económico-sociales con base en las directrices programáticas constitucionales emanadas de la Revolución de 1910.
Desde luego, hubo tiempo suficiente para forjar una estrategia y un régimen educativo y cultural para legitimar y reproducir ese carácter hegemónico.
En correspondencia, el sistema electoral fue controlado por el partido, sus sectores corporativos y el presidente dejando muy poco espacio al acceso y ejercicio libre de la ciudadanía.
Aquel modelo fue reemplazado por otro de partidos pluralista moderado, encabezado por tres partidos grandes (PRI, PAN y PRD) y otros tres a seis medianos o pequeños que comenzaron el tiempo de la competencia y las alternancias.
Ello incluye un sistema electoral autónomo e imparcial para organizar los comicios y resolver sus conflictos: Instituto Federal Electoral (IFE hoy INE), Suprema Corte (SCJN) y Tribunal Electoral (TEPJF).
Precisamente, las alternancias presidenciales del año 2000 y 2012 probaron que el sistema funcionaba, aunque provocó, entre otros, los efectos un tanto inesperados del mini-presidencialismo, la fragmentación política entre sectores y regiones, y la pérdida de eficacia gubernamental a todos los niveles.
La ciudadanía y sus derechos cobraron protagonismo como un actor central porque las leyes del mercado económico, político y social reemplazaron el vetusto tutelaje estatal.
En su propia lógica, liberalizaron y democratizaron el sistema político, pero por desgracia no constituyeron controles efectivos para la corrupción y la impunidad, lo que a su vez incentivó la ilicitud y la violencia.
Partes importantes del estado y la nación resultaron capturados por poderes informales de origen interno y externo.
Las reformas constitucionales, legales e institucionales, producto del Pacto por México suscrito en 2012, intentaron profundizar y consolidar de 2013 en adelante el referido sistema político. Ello ocurrió cuando en el contexto circundante la polarización social y los vientos internacionales lo hacían muy arriesgado.
La desigualdad y la pobreza se extendieron aún más. La nueva hegemonía pluralista tutelada no alcanzó a consolidarse por la vía educativa y cultural, aunque sí se instaló en la mente de una generación de jóvenes mexicanos pragmáticos
La apuesta de Andrés Manuel López Obrador y su proto-partido Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) plantearon la opción que el electorado favorece entre 2015 y 2018 para cambiar la estrategia y las políticas de esos últimos 40 años.
En los últimos dos años los impactos colaterales se han redistribuido entre los componentes del sistema político.
En breve, el sistema de partidos se halla en plena crisis y reconstrucción según es evidente en cada una de las organizaciones políticas en proceso de registro o de redefinición de su gobernabilidad y estrategias esenciales.
El sistema de gobierno presidencial, sin un partido de apoyo consolidado, acude por momentos en exceso a la personalización, mediatización y otros instrumentos de regulación de conductas políticas.
A Morena le urge autogobernarse tanto como a sus opositores redefinirse.
A cambio, el sistema electoral está padeciendo las tensiones y disfunciones del sistema partidario y de gobierno, agravadas por la pandemia, mientras la ciudadanía se resiste a perder su nueva esperanza, en parte ante la falta de alguna otra.
Las actuaciones del INE y las recientes resoluciones de la SCJN y el TEPJF evidencian aquella «disfunción sistémica».
Cada día es crucial para cualquier forma de vida.
La vida pública y el destino del país verán días más intensos y complejos si la reconfiguración del sistema político y constitucional se prolonga indefinidamente.
Desde una perspectiva institucional, es por eso que las elecciones 2021 serán trascendentes.