Ignacio Ovalle: ningún cargo público, pero sí protección
CIUDAD DE MÉXICO, 12 de noviembre de 2017.- Muchas veces la colocación de los analistas en el centro de las crisis políticas suele llevar a conclusiones equivocadas.
El régimen político español de la transición 1976-1978 está en crisis por la sencilla razón que la propia modernización productiva de España liberó a lo largo de cuarenta años nuevas fuerzas, nuevos pensamientos y nuevas dinámicas. Y lo peor que le puede ocurrir a las sociedades en crisis de modernización es restaurar el viejo orden.
El proceso de transición de Leonardo Morlino es muy esquemático, cierto, pero válido: crisis de sistema, transición, instauración, consolidación y… crisis.
El peor error de los análisis políticos radica en suponer la inamovilidad de las clases sociales, cuando éstas tienen un desarrollo diferente en función de la conciencia sobre su entorno, las circunstancias que señalaba Ortega y Gasset.
Y el error de cálculo de los gobernantes radica en mantener el orden del momento que ya es viejo y no avanzar en la dinámica de la organización sociopolítica y económica, porque en ese momento los sistemas políticos dejan de responder a sus clases y liderazgos y se convierten en autopoiéticos, es decir, autorreferenciales y de paso se modernizan por sí mismos para la sobrevivencia.
La transición española 1976-1978 fue un ejemplo para el mundo y se convirtió en una tipología para las ciencias sociales. En México, por ejemplo, hubo dos casos referenciales. En 1975, antes de la muerte de Franco, representantes de la Junta Democrática de España, con Santiago Carrillo entre ellos, visitaron México y se reunieron con el entonces líder del PRI, Jesús Reyes Heroles, intelectual, historiador y admirador de Ortega.
En la charla, con datos contados por uno de sus anfitriones, Carrillo le sugirió a Reyes Heroles que México debía de explorar un modelo como el entonces incipiente español; pero el mexicano dijo que no porque México tenía elecciones, oposición y ningún Franco.
A finales de 1983 el historiador Enrique Krauze publicó en la revista Vuelta su ensayo Por una democracia sin adjetivas para proponer una salida a la crisis de inmovilidad y autoritarismo del régimen priísta, aprovechando la presidencia del conservador Miguel de la Madrid Hurtado; para ello, Krauze trajo a colación la transición española ya consolidada –inclusive pasando la prueba de la salida de Adolfo Suárez y el tejerazo–, pero destacando el pivote democratizador de elecciones realmente libres.
El sistema priísta respondió que una verdadera democracia entronizaría a la derecha en el gobierno, aunque en realidad la derecha económica y neoliberal había arribado a la presidencia mexicana justamente con el equipo de De la Madrid en 1983.
La democracia española de la transición comenzó a crujir en el 2011 con los indignados y luego con la ruptura del régimen bipartidista PSOE-PP. La crisis económica dinamizó la participación social en quejas por la pérdida de bienestar, pues al final de cuentas la primera legitimidad del régimen del 78 fue justamente el Estado de bienestar vía los Pactos de la Moncloa.
Las dificultades para construir mayorías absolutas unipartidistas fragmentaron la base social de la estabilidad. Y si a ello se agrega la crisis en el bienestar por los recortes presupuestales y los candados de déficit puestos por Bruselas, las posibilidades de desarrollo social de España entraron en zonas de deterioro.
La crisis del régimen del 78 no implica su agotamiento ni anuncia tiempos revolucionarios. La agenda de Cataluña puso en el tapete cuando menos dos de los más importantes: la autonomía que viene desde la fundación del reino a finales del siglo 15 y la condición de monarquía.
Pero mirados a través de un lente transoceánico, ninguno de los dos es de colapso final, pero sí son dos renglones endebles. El régimen monárquico, autonomista y centralista del 78 está exigiendo la modernización de sus instituciones para prevalecer. Y falta que en otros escenarios españoles estalle el colapso del bienestar social.
Los regímenes no son inmutables. Y basta revisar la historia de los conflictos autonomistas históricos de Cataluña para entender la lógica del actual proceso. La aplicación estricta de la ley no resolverá la crisis y sí la reactivará con mayor intensidad.
En México la crisis autonomista de Chiapas, con una guerrilla armada de por medio en el periodo 1994-2001, se resolvió negándole a los pueblos indicios la caracterización de “nación” pero entregándoles la total autonomía en la administración de municipios. Ahora, por cierto, una candidata del grupo guerrillero del EZLN del subcomandante Marcos se registró como candidata independiente a la república, en un salto sorprendente de institucionalización democrática.
En 1994 una línea estratégica de acción quiso imponer el ataque militar contra posiciones guerrilleras y el encarcelamiento de todos los dirigentes, pero al final el politólogo Manuel Camacho –operador político del gobierno de Salinas de Gortari– impuso la línea de la negociación de la paz con reformas casi totales, y sólo excluyendo la separación de la zona.
En octubre de 1968 el gobierno del presidente Díaz Ordaz contestó con la ley, la fuerza legal y llenó las cárceles de estudiantes, profesores y líderes sociales que apoyaban el movimiento estudiantil.
La crisis española se ve desde América como el agotamiento de una fase del régimen del 78 porque paradójicamente la propia modernización española modificó los parámetros sociales, ideológicos y sociales.
Pero la esencia del régimen del 78 podrá mantenerse si se asume los ciclos de Morlino: la crisis del régimen debe llevar a una nueva transición y de ahí a la instauración de un nuevo régimen –que puede ser el mismo pero más ajustado a las nuevas realidades– o entrar en una dinámica en la que las protestas profundicen las inestabilidades.
El genio político de Suárez radicó en transitar, no en estancarse ni retroceder, e inclusive renunciando para mantener la dinámica de su transición.