Diferencias entre un estúpido y un idiota
La reciente visita a México del secretario del Estado Vaticano, cardenal Pietro Parolin, concluyó con una simbólica recepción en la nunciatura apostólica donde el “número dos de la Santa Sede” declaró sin ambages que, tras treinta años de un modelo legal de relaciones iglesias-Estado, “ha llegado el momento de un renovado pacto de mutua colaboración”.
La declaración del enviado pontificio llega en un momento de clara tensión entre las asociaciones religiosas y la presidencia de la República; especialmente por los comentarios de López Obrador sobre lo que él considera son rasgos de hipocresía compartidos entre los adversarios a su régimen y los fieles católicos, así como la cuestionable relación de interés entre grupos evangélicos hiper-politizados y las políticas públicas aderezadas con moralismos para-religiosos. La actualización de esta relación parece imprescindible.
Hace treinta años, Carlos Salinas de Gortari fue configurando lentamente la concreción de la reforma constitucional hacia el reconocimiento de la personalidad jurídica de las iglesias, uno de los compromisos adquiridos especialmente con la Iglesia católica tras el apoyo recibido en la controversial elección de 1988.
Salinas, desde su discurso inaugural en la presidencia había sentenciado su deseo de un Estado que modernizara sus relaciones con la Iglesia; entre 1989 y 1990 hubo permanente acercamiento entre funcionarios de gobierno y representantes eclesiásticos que lograron la segunda visita del papa Juan Pablo II, la más prolongada y extensa de las cinco que hiciera. El 1º de diciembre de 1991, Salinas dijo en su tercer informe de gobierno que promovería una “nueva situación jurídica de las iglesias”; nueve días más tarde se presentaron las iniciativas de reformas a cinco artículos constitucionales aparentemente ‘inamovibles’; otros nueve días tardó su aprobación en el Congreso y un mes más para su confirmación en los congresos estatales.
Las reformas de entonces crearon una personalidad jurídica para asociaciones religiosas, especialmente para poner claridad en actividades educativas, económicas y administrativas; proscritas en papel, pero realizadas bajo diversas maniobras oficiosas o de simulación. Lo que permaneció con carácter prohibitivo fue la participación política de los ministros de culto, tanto en la expresión de sus opiniones como su intervención o colaboración directa e indirecta en acciones partidistas o contra las políticas públicas del Estado.
En aquellos años, el delegado pontificio para México fue el arzobispo Girolamo Prigione y como colaborador cercanísimo en la representación de la Santa Sede en México estaba un joven diplomático italiano que acumulaba experiencia: Pietro Parolin. El actual brazo derecho del papa Francisco fue operador y testigo de los avances legales en la relación del Estado mexicano con las asociaciones religiosas detenidas por décadas tras la persecución religiosa y la guerra Cristera.
El cardenal Parolin, por tanto, conoce quizá aún mejor que muchos políticos mexicanos de hoy, las fibras de operación política en el proceso de colaboración para los acuerdos entre las iglesias y el gobierno. Y si, frente a los que quizá se dibujan como personajes centrales en el próximo proceso presidencial rumbo al 2024, ha afirmado la necesidad de un ‘renovado pacto’, es bajo conocimiento de causa.
Quienes escucharon de viva voz este planteamiento del Secretario de Estado Vaticano fueron ni más ni menos: Marcelo Ebrard, canciller secretario de Relaciones Exteriores quien ha hecho de las vacunas anti-COVID su carta fuerte; Santiago Nieto, el temido fiscal anticorrupción de la Unidad de Inteligencia Financiera; Miguel Torruco, secretario de Turismo; José Antonio Meade, excandidato presidencial de extensa trayectoria federal; Margarita Zavala, excandidata presidencial y diputada federal electa; Luis Felipe Bravo, exembajador de México ante la Santa Sede; entre otros.
Desde hace años, la participación de los ministros de culto en la esfera política ha sido evidente, no sólo cuando manifiestan su opinión sobre política pública o partidista sino también en la construcción de relaciones entre el Estado y la sociedad civil, algunas veces en orden a atender dramas sociales concretos (migración, pobreza, discriminación) y otras para vincular grupos religiosos con fuerzas partidistas específicas. Es decir, el “renovado pacto” sin duda deberá atender este tema largamente simulado tanto por ministros como por políticos.
Sobre esto hay que aprender que, por lo menos dos años antes de las históricas reformas constitucionales en materia religiosa de 1992, los engranajes políticos en México ya habían puesto velocidad de crucero rumbo a una actualización legal y actitudinal entre las instituciones públicas y las muy diversas organizaciones religiosas. Hoy, sin embargo, esta actualización denominada ‘laicidad positiva y constructiva’ parece no tener ni barcaza ni corriente en la cual fluir. Sólo quizá haya una carta fuerte en toda esta ecuación y es el anhelo que el presidente López Obrador expresó desde el inicio de su mandato: la visita del papa Francisco en medio de la 4T. Carta que tampoco parece vislumbrarse en el horizonte.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe