El episcopado ante el segundo piso de la 4T
Al finalizar la concentración ciudadana del pasado 26 de febrero, compartí en esta misma columna mi preocupación sobre qué instancia o qué personajes pretenderían capitalizar la auténtica y genuina movilización social; es decir, quiénes iban a buscar la legitimidad que no han logrado construir por sí mismos entre la exitosa masividad de la convocatoria.
Resulta inquietante que tanto agónicos partidos políticos, como viejos y oscuros personajes así como algunas instituciones seriamente cuestionadas no sólo por su nula eficiencia sino por su regenteada moralidad, ahora pretendan erigirse como paladines protagónicos de una democracia que durante años intentaron socavar.
Lo reitero: la democracia no se limita a los procesos electorales y, aunque así fuese, si hubo un cambio sustancial a las instituciones electorales en el país, aquel sucedió hace un sexenio cuando la modernización del INE transgredió fronteras del principio antirreeleccionista y el pacto federal que constituyen nuestra histórica República. Es decir, la actual propuesta de reducción de su capital económico no tiene automática correlación con la pérdida de su capital simbólico (como la instancia organizadora y reguladora de la validez de la participación electoral ciudadana) ni su capital social (la entera ciudadanía) como se ha intentado hacer creer. En todo caso, quienes consideran que con menos recursos financieros hay menos legitimidad de la democracia procedimental quizá también consideran que el dinero otorga validez a lo justo, a lo suficiente o a lo auténtico de la democracia, y no el pueblo.
Giovanni Sartori aseguraba que el sistema electoral en una nación sin duda es un aspecto altamente relevante de la democracia procedimental pero, además de ser el ámbito más manipulable por las fuerzas políticas, económicas y fácticas, había que distinguirlo claramente de la auténtica fuerza y autonomía de la sociedad civil en el espacio público.
La democracia es un proceso, no un bien finito adquirido. Es decir, no es como una joya que se gana o se pierde completa ni absolutamente. La democracia es un ciclo de construcción y degradación paulatina, pulsante, resistente y resiliente; en donde la formas ciudadanas legítimas para la solución de problemas, el diálogo plural y tolerante, la articulación negociada de intereses y, esencialmente, el flujo libre de información forman parte de un juego complejo e interdinámico de participación popular.
Yerran quienes afirman que una instancia jurídica “es la última esperanza de la democracia”; porque, independientemente de la credibilidad que se le tenga a tal instancia (que en el caso mexicano no es mucha), la democracia radica en la educación y convicción de la ciudadanía para el ejercicio de sus derechos civiles y políticos, en los mecanismos de información y rendición de cuentas de las autoridades, y en los márgenes de libertad e igualdad que se expresan entre grupos políticos diversos, distantes y hasta antagónicos.
Con todo, es claro que la verificación permanente de las reglas democráticas favorece a la democracia en sí y para eso ciertamente es necesaria la acción de la ley. Ni duda cabe que la aprobación de ciertos reglamentos o leyes reducen los márgenes ideales del proceso democrático; pero no pueden compararse ni de cerca con acciones autoritarias o dictatoriales. Forman parte, eso sí, del ineludible juego del poder que busca conservarse y autopreservarse. Se puede decir que las aspiraciones acumulativas de poder del gobierno en turno han favorecido la aceleración de fenómenos cuya gestación se encuentra décadas atrás: las alianzas políticas de partidos con intereses comunes y hasta indistinguibles, así como la cristalización de un nuevo segmento social politizado y adverso a representaciones populares tradicionales, se dicen ciudadanía pero no se reconocen como pueblo, al cual le dan un sentido negativo o superado.
Es decir, para evitar nuevas manipulaciones o la capitalización unilateral de la expresión ciudadana de estos tiempos hay que poner la mirada justamente en el pueblo. Ya lo dijo el papa Francisco: “Para comprender a un pueblo, comprender cuáles son sus valores, es necesario entrar en el espíritu, el corazón, el trabajo, la historia y el mito de su tradición… ir con el pueblo, ver cómo se expresa”.
*Director VCNoticias.com
@monroyfelipe