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CIUDAD DE MÉXICO, 01 de febrero de 2019.- Constantemente me comentan sobre mis andares, dicen que me paso la vida viajando mucho, pero lo que no saben es que gracias a mis padres -desde que tengo memoria- siempre fue una constante estar viajando, por lo menos una vez al mes, a diferentes puntos de México.
Hubo un tiempo que la ruta entre la Ciudad de México y Nuevo Laredo, Tamaulipas, era como nuestra peregrinación anual, por lo que cada vez que pasábamos por Monterrey, Nuevo León – muy frecuente durante el anochecer- me postraba en la ventana del coche para admirar el imponente cerro La Silla y, en más de una ocasión, le dije a mi hermana Un día subiré ahí, solo tenía nueve años de edad, pero ya con un espíritu aventurero atrapado que años después brotó, en el que persistió soñar con subir al icono montañoso regiomontano.
Recuerdo que en uno de los tantos viajes que realizamos como familia, en esa ruta que me aprendí casi de memoria tanto que hasta llegué anticipar donde mi padre tendría que tomar vuelta para irse por otra vía, él siempre manejando y mi madre como fiel copilota; viajábamos en un viejo auto AMC Rebel, color arena, fabricado en 1967, sin un aire acondicionado como los que ahora conocemos, radio am, con su poderoso dispositivo para uno de los diez cartuchos que en ese entonces teníamos de 8 Track conteniendo solo cinco canciones, todo espléndidamente rodeado por grandes ventanas de verdadero cristal duro por las que siempre me resultaron una invitación a soñar.
Más de una ocasión al arribar a tierras regiomontanas, yo iba de cabeza con los pies hacia arriba intentando tocar el techo de ese viejo AMC Rebel, pero que en cuanto calculaba la llegada a la región del cabrito, inmediatamente me incorporaba para postrarme en la ventana trasera para admirar al cerro La Silla.
Tuvieron que pasar más de 30 años para que mis andares me llevaran una vez de regreso a Monterrey, en esta ocasión, acariciando atrapar el sueño que tenía desde mi infancia.
Así fue que en la víspera de mi cumpleaños número 45 me armé de todo lo necesario y me despojé de todos mis temores que todavía tenía en catálogo desde mi acrofobia, dudas sobre la resistencia de mi cuerpo, así como hasta la típica desesperación por sí me llegaba a pasar algo ¿Quién me podría auxiliar?
Resulta que ahora no es precisamente una aventura extrema, pues con el tiempo se ha construido una cierta infraestructura para los que practican senderismo, aprovechando una vieja instalación que se hizo en 1960 para un proyecto de teleférico regiomontano y las torres de televisión que se pusieron en la década de los 80’s por parte de Televisa Monterrey.
Accedes a un sector residencial con tu automóvil quedando justo hasta las faldas de esos caminos de la serranía, después de ahí empieza el ascenso por terracería suelta, un poco accidentada, para después empatarse con la ruta de las pesadas unidades que abastecen de diésel a las plantas eléctricas de las televisoras.
Así empecé una tarde de verano, en pleno inicio de la canícula, con mis 44 años a cuesta y mucho ánimo que se fue desgastando al paso de los kilómetros hacia arriba. Cuando llegué a una especie de planicie rocosa, de una piedra azulada, donde erigieron un altar a la Virgen de Guadalupe, pensé que ya era la cúspide por mi cansancio pero no era así, de hecho, esa parte no es ni la mitad del camino. Tomé aire, respiré hondo, recordando ese sueño que tenía desde mis nueve años de edad, entonces agarré valor para seguir hasta arriba. En el camino unos bajaban muy vigorosos, mientras muchos me rebasaron en mi paso por alcanzar la parte alta del cerro.
Justo cuando parecía ya no poder continuar, encontré en mi camino a un señor parado, de edad avanzada, sin camisa, descalzo, con dos costales a sus laterales, vendiendo aguas calientes y naranjas.
Era evidente que él subía hasta ese alto punto para costearse la vida en su otoñal existencia, no era posible que yo me rajara con casi la mitad de sus años, así como de sus ánimos, porque todavía sonriente me dijo ya llegó joven, aquí está la plataforma; la plataforma que yo no sabía hasta verla- resulta ser esa instalación del teleférico regiomontano, que según me contaron, está abandonada tras apenas tres años de utilizarse.
Me emocioné tanto que aceleré el paso, ciertamente ahí estaba la plancha de concreto desde donde se mira toda la urbe metropolitana de Monterrey, coincidiendo con un hermoso atardecer del que me inspiró para meditar agradeciendo a la vida por cumplir mi sueño.
Esa plataforma sirve para hacer un alto en el camino, descansar, tomarse fotografías, meditar como fue mi caso, pero también para tomar fuerzas para continuar hacia la casi otra mitad que falta de camino por recorrer al punto central del cerro La Silla.
Una travesía que bien vale la pena experimentar por lo menos una vez en la vida, para los que no acostumbran hacer ejercicio o senderismo, en la que lo más que te puede pasar, es gozar del paisaje, recargar de energías naturales, o hasta escuchar entre el sonido de la naturaleza el lejano rugido de un oso negro, que dicen que deambulan en horas tempranas en ocasiones.
Fue tan grata esa experiencia que no fue la única ocasión que me atreví a subir al cerro de La Silla, sino que para el día exacto de mi onomástico –29 de junio- regresé para celebrar mis 45 años de edad y este año volveré por lo menos tres veces más.
Hoy creo que soñar es bueno, alcanzar esos sueños es mejor, por ello persistiré en otros de mis andares.
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