Economía en sentido contrario: Banamex
Tanto barro en las calles
como si las aguas acabaran de retirarse
de la faz de la tierra y no fuera nada extraño
encontrarse con un megalosaurio de unos cuarenta
pies chapaleando como un lagarto gigantesco.
Carles Dickens, Casa desolada
Vladimir Nabokov comenta en su libro Curso de literatura europea, cómo las grandes historias de la literatura tienen un parecido con los cuentos de hadas. “La verdad es que las grandes novelas son cuentos de hadas”; en la infancia, en Tehuantepec, quise escapar del calor, del viento que aúlla mientras derriba grandes camiones; junto a la ventana imaginé conocer ciudades iluminadas bajo el inagotable aguacero o recorrer con trabajos el camino que crece bajo la intensa nevada.
En Tehuantepec, a los nueve años, quise estar en otro sitio; en mi corazón de huérfano de padre anidó el gusto por lo irreal, lo fantástico.
Puedo recordar con claridad las alas verdes de la mosca que, detenida sobre mí piel, bebía la transpiración que resbalaba por mi pecho, mis axilas. Había pasado ya la hora de la comida. Mi madre y hermanos escuchaban el Radiochismógrafo, noticiero estelar de la XEKZ, conducido por el locutor Pedro Serna Díaz. A esa hora del calor yo permanecía frente a la ventaba, miraba la carretera desierta, silenciosa.
En el barrio Santa María, en Tehuantepec (Cristóbal Colón # 146), la tarde ardía junto a la carretera. La casa de mis padres estaba a escasos cien metros de la “Y”, el camino que se bifurca hacia la ciudad de Oaxaca y al puerto de Salina Cruz, entre ambos caminos el cementerio Dolores, donde enterramos a mi padre José Rito Katt, capitán de navío de la Armada de México. Para Nabokov una novela es estilo y estructura, las llamadas “grandes ideas” son una forma de adornar la miseria del narrador y de su narración.
¿Cómo escribir los grandes temas? Para mí que existe el clima, cierta temperatura irreal que relaciona nuestra lengua con las palabras precisas que viajan por el aire caliente de aquella ventana que recogía mis tristezas en Tehuantepec.
Entonces, cuando las palabras distinguen esa temperatura, ese olor del aire, brotan como bajo un sortilegio. La escritura es atmósfera, lenguaje que desemboca en esa atmósfera.
En mi cabeza de niño estaba la temperatura, el silencio, el oscuro camino que se extendía a izquierda y derecha. La transpiración. ¿Qué pasará en otro sitio? ¿tendrán este calor? Quería saber qué era lo que ocurría en otro pueblo, con otra gente y, en ese momento, sin que yo lo supiera, el clima me puso en la ruta de las historias.
Tantas y tantas cosas ocurren en la infancia que forman el destino. Juan José Saer recomienda, para la narración, desconfiar de la anécdota, esa vendedora andrajosa que llama la atención por la calle; ubica el relato en los detalles mínimos, la luz que rebota sobre el toldo de un auto, contra una ventana, una hoja; el temblor de esa hoja verde al paso del viento.
Sugiere ir a todos los elementos que nos preparan para desembocar en las palabras precisas que contengan una escena, un relato. Nabokov tiene razón, las grandes historias están en la estructura de los cuentos de hadas, en el espacio narrado sobre lo imposible, lo próximo extraordinario (ratones que se transforman en hermosos corceles; calabazas en imponentes carrozas).
Ahora la tarde corre junto al viento que golpea la ventaba. Mientras, escucho la música que sale del trasto de las palabras, la máquina en la que escribo estas notas; hace tiempo dejé de pensar en Tehuantepec, de las tardes en que escuchaba desde la ventana la voz de Pedro Serna, el Radiochismógrafo, de seguir los comentarios que hacían mis hermanos mayores sobre la fiesta de cumpleaños de nuestros vecinos.
Aquellos relatos de la radio en la hora de la comida también eran cuentos de hadas. Decían de los festejos entre gente pobre: cuatrocientos borregos, cincuenta marranos, doce toros para celebrar el nacimiento entre amigos, vecinos, conocidos, familiares y el público en general.