
Precisa SSPC: quema de basurero, no caída de meteorito en Zimatlán
Hay una mirada melancólica ocultándose de la escena y en ella veo algunas facciones de mi rostro a casi un siglo de distancia: los ojos en gota, las sienes hundidas, los pómulos destacados. Jazz Band es un concepto que no se escucha todos los días, y nos remonta, con facilidad, a los bares afroamericanos de Nueva Orleans o Nueva York, de inicios del siglo XX, que podemos ver en las películas de época. También nos evoca la relevancia de los años veinte, puente mitológico de un boom cultural, en México y Estados Unidos.
Hay también una mirada melancólica en la vida y obra de Manuel Rodríguez Lozano. Sus personajes que parecen salidos de un capítulo de Pedro Páramo, el caballo blanco que cruza los yermos paisajes de una región que bien pudiera ser la Mixteca oaxaqueña, las mujeres con rebozos y miradas taciturnas, los hombres en un extravío existencial, probable saldo posrevolucionario. Los tonos azules y blancos, una paleta de color única en la plástica mexicana del siglo pasado. Y ahí está el paralelismo de los últimos días, cuando en una conversación de domingo con mi padre, en la Villa de Etla, surgen aleatoriamente dos temas: la herencia cultural de mi abuelo, Manuel Torres Silva, que fue parte de la Torres Jazz Band, primera en su tipo en nuestro estado, y su participación en el Homenaje Racial de 1932, antecedente directo de la Guelaguetza; alternando con la indescifrable e invaluable obra de Rodríguez Lozano, que se entrecruza con su vida de amores fatales. Los años veinte, hace un siglo, como pretexto, para volver a la efervescencia artística que aún da sentido al relato que nos contamos para asumirnos orgullosos de ser parte de este país.
En los años veinte, pero del siglo que corre, mi amiga Nidia Esteva me invita al concierto en la ciudad de Oaxaca de Magos Herrera. Una voz desconocida para mí hasta el sábado pasado, quien se presenta con Vinicius Gomes, guitarrista brasileño excepcional. El recital se desarrolla en el barrio de Jalatlaco, en un recinto que de día es cafetería pero que para la ocasión se convierte en teatro furtivo, escenario de madera que emula a una sala neoyorkina, un tocadiscos, el librero con acetatos incluidos, la alfombra y luces de Jazz Bar. Una noche maravillosa en la que se escuchan, con arreglos mínimos, bossa nova, improvisaciones de jazz, y clásicos del folclor latinoamericano como Alfonsina y el mar y Gracias a la vida de Mercedes Sosa. En ningún momento se detuvo la magia y fueron a la par el talento de los dos instrumentos reunidos, la voz y la guitarra, en una síntesis que puedo calificar como inmejorable para una noche oaxaqueña en la que la lluvia dio tregua.
Vuelvo al cruce de momentos y a la foto que mantiene en sus archivos la Fundación Bustamante Vasconcelos. Según ha documentado el músico e historiador Jorge Mejía Torres, “La Petenera Mixteca” fue el primer baile que representó a la región de la Mixteca en el Homenaje Racial, hoy Guelaguetza. La hermana de mi abuelo, María Alicia Torres Silva, la tía Biche, testimonió que los orígenes del baile se remontan al año de 1925, cuando se llevó a cabo en Tlaxiaco la reunión de los profesores de Cultura Estética, como parte de las Misiones Culturales, impulsadas por José Vasconcelos, reunión a la que asistió el tío Fidel Torres Silva, quien recopiló la música y las partituras de cada uno de los sones indígenas de diferentes comunidades. Esta recopilación fue interpretada por primera vez por la orquesta de su padre, don Mariano Torres, o sea, la Torres Jazz Band. En sus propias palabras: “El baile era una expresión de las familias del pueblo (Nochixtlán) sin pretender participar más que en los espectáculos y celebraciones del mismo, pero un día nos dijeron que teníamos una invitación para ir a Oaxaca a participar en el Homenaje Racial”.
La imagen de mi abuelo al lado de sus hermanos Fidel y Alfonso, así como de su padre, don Mariano, y de otros músicos de Nochixtlán, pone en perspectiva el tiempo transcurrido entre el Oaxaca de antes y el de ahora, con el vértice atemporal de la Rotonda de las Azucenas, y con el horizonte infinito de los valles centrales donde se entrecruzan el mito y la realidad de un pasado de grandeza inescrutable. Con ese telón de fondo es difícili pretender cualquier actualización, pero es posible apuntar una reflexión acerca de cómo Oaxaca ha sido tierra de músicos y sigue siendo punto neurálgico para que los mejores intérpretes de otras partes del país y del mundo la visiten para contagiar un poco de la felicidad que otorga este lenguaje universal. Un día es la Torres Jazz Band, y en el salto cuántico, son Magos y Vinicius. El cielo de Oaxaca, a veces de profundidad añil, como en un lienzo de Rodríguez Lozano, sigue siendo el mismo.
En los días de agosto que concluyen, este cruce de caminos, visiones y anécdotas parece una antesala a las tormentas, que ya no se detendrán hasta octubre en esta tierra del Dios nunca muere, para purificar la vida que realmente importa, al lado de la gente que queremos. Y aunque la idea del metaverso siga siendo desafiante, tanto como para quienes volvemos a escribir como para quienes disfrutan leer, no debemos descartar los túneles del tiempo que sorprenden nuestra vida cotidiana, y que conectan, a gran velocidad, escenas aparentemente disociadas; a través del lenguaje de la música, de la pintura o de la fotografía. En el paisaje melancólico que reunió a la Torres Jazz Band en el cerro del Fortín hace un siglo, en la Piedad en el desierto que pintó Rodríguez Lozano en su injusto encierro en Lecumberri, en las notas de voz y guitarra de un dúo fantástico que pasa por la capital oaxaqueña y nos deja boquiabiertos, o en todas ellas. Y es que a veces tantas coincidencias no son solo escenas aisladas sino parte de una conversación universal, y extraviada, sobre la persistencia del tiempo y la melancolía del amor.