Una manera de autocuidado es nombrar lo que sentimos: Iveth Luna Flores
OAXACA, Oax., 23 de febrero de 2019.- Hay lunas blancas que rugen y nos arrastran como olas blancas.
Bajo el brillo de una luna ola una gitana, jugueteando primero y asombrada después, leyó en mi mano que la casualidad de conocernos nos llevaría de la alegría al placer y de ahí a las puertas del manicomio.
—Yo seré para ti una manzana tóxica—me advirtió—. Enamorarse de una gitana es subirse a un tren que rueda por el mundo sin rumbo y sin poder parar. Esa gitana cambió mi vida; después de decirme te amo. Me ató a esa luna.
Luis Miguel y yo nos conocimos en Queens.
New York sonreía con la sonrisa de Madonna; ella era la estrella más brillante de la ciudad y “la isla bonita” seguía sonando con gran fuerza en las estaciones de radio latinas. El encuentro se dio en una exclusiva casa de citas italiana de Nueva York, al lugar me llevó un amigo y vecino muy querido, ambos rentábamos departamento en el mismo edificio y trabajamos en Manhattan. Mi amigo era el pastelero consentido de un restaurante VIP y para entonces yo ya era el cocinero mexicano del mismo. Él era amante del alpinismo y yo disfrutaba de escuchar sus viajes y aventuras. Mi amigo estaba interesado en conocer mis secretos para combinar chiles y especias en los moles y la cocina oaxaqueña. Ambos estábamos de acuerdo en que Bruce Springsteen era una pistola; su rola favorita era “Born tu run” y la mía “The Promise Land”. También coincidíamos en que el reverendo Jesse Jackson en la presidencia sería lo mejor que le pudiera ocurrir a los EU.
El pretexto para conocer el lugar fue otra coincidencia: estábamos felizmente de acuerdo en que en la cadena de restaurantes griegos donde trabajábamos estaba naciendo un caló: griego-sajón-hispano. Escucharnos conversar, pelear, bromear entre colombianos, mexicanos, salvadoreños, hindúes, irlandeses, griegos y uno que otro gringo, era fantástico y divertido. Ese tema nos llevó a buscar un espacio con mujeres bellas, buen Jazz, whisky y vodka del mejor, para continuar la charla. Así llegamos a un barrio italiano del condado de Queens y finalmente al ecléctico sitio que bautizamos como: “La traviata”.
El sitio nada tenía que ver con el asqueroso “Hoyo bautismal”, frecuentado por mis paisanos ubicado en Delancey Street.
Cuando llegué a New York mis compañeros ilegales me intentaron “bautizar” en Delancey, el sitio era tan sórdido que me espanté: Supuestamente solo podías ingresar con una clave que cambiaban cada mes y, sin embargo, de los 50 mexicanos que vivían en el edificio, los 50 se la sabían.
Sillones apestosos a mota, a patas mexicanas, cigarros Camel y sexo.
Mexicanos, latinos y negros en busca de sexo barato, coca y mariguana.
Mujeres recién pinchadas caminando desnudas invitando a pasar.
Parejas haciendo sexo oral en mecedoras a la vista de todos.
Parejas teniendo sexo con la puerta abierta, gritando y fingiendo orgasmos.
Una pequeña Sodoma en tres salas de la primera planta de un edificio viejo.
Casi todos los mexicanos recién llegados a la Gran manzana caían ahí por lo barato de los servicios, pero también porque los servicios sexuales tanto en New York como en todo el mundo son clasistas y discriminatorios. Los lavaplatos éramos el estrato más bajo de los ilegales en NY. Ni en el llamado “Pueblito” oaxaqueño el ambiente era tan hosco como en ese lugar. El día de mi bautizo me abrí gacho y les dije: “Ni madres, yo no le entro, aquí la Sifílis se contagia con un pinche beso o de aquí por lo menos me llevo flores de Vietnam”. Salí huyendo
Luis Miguel y yo nos topamos por lo menos en unas cinco ocasiones.
Nunca lo vi entrar a una suite para tener sexo, tampoco subir a la exclusiva terraza. Siempre lo encontré en el bar, un par de veces muy pasado, carcajeaba: “No hay puta más puta que yo‘, decía mientras el DJ del bar sonaba a George Michael. Carmen, su secretaria, lo miraba embelesada; los ojos grises de Carmen no dejaban de contemplarlo como contempla una colegiala a su maestro favorito.
La casa tenía una buena reputación y la mejor muestra de ello era que afuera nevaba intensamente mientras que los fieles no dejábamos de acudir día y noche al lugar. Judíos, orientales, latinos, negros y rusos, una pequeña Babel en el barrio italiano de Queens. Teníamos hambre de ruido, perfumes, ternura y placer cosmopolita. Ese lugar de Queens era el verdadero American Dream. Un fajo de dólares en la bolsa trasera derecha del pantalón Scotch and “Soda y putas: putas colombianas, dominicanas, salvadoreñas, italianas, gitanas, orientales y suecas.
El invierno en Nueva York se perfuma con rosas colombianas, centenas de rosas y coca colombiana acompañaban al sol en sus visitas al elegante tugurio.
La casa de putas italiana no se parecía en nada a la casa verde de Juchitán, al King Kong de Tlacolula o a las cantinas del pueblito en Oaxaca.
Una noche coincidimos en la barra: él llegaba únicamente con un guardia y Carmen siempre estaba a su lado, yo no era su fan pero me sentía importante por poder codearme con él.
—¿De dónde eres?— preguntó, sonriente.
Le conté de mi origen y hablé sobre los hombres murciélago del valle de Monte Albán, de mi estirpe guerrera y de lo que representa el Señor del rayo.
Intenté recitar a Sabines en medio de mi choro para agradarle:
—Canonicemos a las putas, santoral del sábado: Bety, Lola, Margot, vírgenes perpetuas, reconstruidas, mártires provisorias llenas de gracia, manantiales de generosidad…
Él me paró en seco afirmando:
— Lo único que me interesa de México es José Alfredo y a lo mejor Álvaro Carrillo, tal vez Álvaro Carrillo. Así inició una larga conversación que fue subiendo de tono, que se rompió cuando se puso pesado y me intentó jalonear del cuello de la chamarra. Luego me dijo:
—La patria es una mierda, óyelo bien, mexicano, la patria es una mierda. Su guardia le palmeó la espalda y Carmen le dijo suavemente:
—Luismi, señor, please…
Observaba al sol en ese lugar de Queens, era muy joven y ocasionalmente tenía intensos ataques de risa y llanto.
De niño conocí los carrizales de Zaachila. Estaban junto a un arroyo que pasaba atrás de donde se instalaba el baratillo los días de plaza. Los jueves, era la zona de cogedero popular; las putas colocaban sus carpas entre los carrizales, tenían una cortina natural y otra con plásticos de colores improvisando paredes.
A los carrizales iban a coger campesinos, artesanos, carniceros, policías, albañiles y también algunos estudiantes.
De niño observaba al Sol, me gustaba mirarlo primero con un ojo y luego pelando los dos, el Sol era risueño pero también a veces loco, me perseguía entre los sauces, entre la chamizera, nadaba conmigo en el río Atoyac. Cantaba conmigo…
Flavio Sosa Villavicencio.