
¡María Dueñas regresa! Por si un día volvemos ya en librerías
César Rito Salinas
Para la profa Angélica, en este inicio del ciclo escolar
OAXACA, Oax., 15 de septiembre de 2019.- En la calle un hombre me dijo poeta de tres pesos, caminé unos pasos, llegué a la mesa del café; otro hombre, dijo: poeta de cinco pesos. Con lo que dice la gente abro una serie de preguntas que muerden al viento.
¿La poesía tiene un precio? Alguien va por la calle, entra a una tienda y pregunta al dependiente, ¿cuánto cuestan esos versos? ¿podría usted bajarme aquel poema de la esquina, ese que habla del canto de los pájaros? Acaso alguien llega a una accesoria y pregunta a la chica que atiende: mañana será el cumpleaños de mi amada, ¿qué poema me recomienda?, ¿no saldrá muy caro?
¿La gente tiene experiencia para valorar la poesía?
Nos defendemos de los sentimientos, las emociones, nos hicieron crecer para que seamos fuertes.
La gente camina, hace su día cargada de preguntas, hay que aprender de eso, de la condición previa de las certezas, las preguntas –Borges pedía una o dos certezas en esta vida.
Salgo a la calle, escucho aquello que la gente dice, hay tanta vida en sus palabras, tantas imágenes que se entreveran con las imágenes de mi pasado, de mi infancia.
Debo aclarar que los que hablan de mi poesía me valoran en exceso mi trabajo, nunca fue mi intención hacer poemas de alto valor; quiero explicar este enredo, fui un niño huérfano que se fugó al mar, en aquella edad me hice habitante de los burdeles, las cantinas, fui vecino en la colonia San Juan, allá en el puerto, el sitio de pescadores, ebrios, rebeldes, pendencieros hombres del mar. ¿Qué valor pueden tener mis letras si todo lo que escribo viene de aquella tierra?
Sólo escribo para engañar a la muerte y, también, en ese propósito, fracasaré.
Desde los días de la fuga de casa me gustaba la soledad, no sé escribir al gusto de nadie, quizá alguna joven mesera leyó mis cosas, quizá alguna ayudante de cocina, junto a la puerta de servicio en una fonda, una mujer de buen corazón se robó un plato con el par de huevos estrellados y arroz para matar mi hambre.
El poeta es un muerto de hambre, ni siquiera tiene nivel de paria, ¿por qué habría de escribir cosas elevadas?
La gente cobra grandeza cuando se enamora, hay mujeres solidarias que salen al paso del necesitado, el hambriento de cariño, y comparten su lecho, una esquinita de su cama.
El solo camina, anda bajo el sol, sus pasos recorren de una esquina a otra, calles, ciudades, puertos, mares, islas, montañas, hambriento.
Y no encuentra lo que busca y camina y busca y no encuentra y camina y así su vida hasta que una mujer le ofrece su pecho para que juntos derramen lágrimas por la vida ingrata.
Las mujeres saben del dolor, la angustia, el sufrimiento, la espera; son sabias.
Los niños, los poetas y los viejos requieren de esa sabiduría.
Pero quien sufre y consuela tampoco pude dar enseñanza sobre el hacer las letras al gusto de la gente.
Sé muy poco, miro el atardecer, abro los ojos, doy vuelta a las frases, sigo un tono, una música que sólo yo percibo. Y leo vida y obra de otros solos, gente que caminó por el mundo hasta perder la vida en una estación del ferrocarril, la especie de hombres que hacen la tribu descolocada.
Así llegué a la ciudad, perdido.
La gente, generosa, busca calidad en mis letreas; la gente sueña con habitar una tierra con su poeta (Tepic de Nervo, por ejemplo), espera, se angustia y sueña, anhela, maldice.
Todo lo hacen por amor a su tierra.
Y el poeta nada puede dar para llenar esa espera, el poeta no llegar al café con rayos que brotan de sus orejas, no puede sorprender a nadie al adivinar la suerte, el número de la lotería, el día de la muerte, ni siquiera puede anticipar el hervor de la sopa, la hora en que los calcetines se volverán impares, la noche en que soñaré con tus ojos.
El poeta es un fracaso.
La gente pide calidad y el poeta no cumple porque su pensamiento está ocupado en sus zapatos, en el agujero que crece como una manzana bajo su sombra.
La gente quiere profetas y el poeta sólo se rasca la cabeza, desubicado.
Me gusta leer en la calle, bajo la luz mercurial, de eso modo me acostumbré desde la adolescencia; puedo sacar horas a la espera, aprendí a esperar, puedo detenerme junto al arroyo, los ebrios, los perros, los autos.
Puedo hacer la vida imaginaria.
Y ahí me detengo. El poeta no sabe más que ingerir sonidos, es un devorador de imágenes y poco sabe de devolverlas al exterior en forma de poemas a los héroes, la patria, el gobierno. Por eso el poeta, para los demás no vale porque escribe puras cosas que tiemblan y la gente espera hechos, realidades, que los poemas suenen como las trompetas que anuncian el progreso.
El poeta escribe, sólo sabe hacer eso, vive y escribe y camina, desde la infancia.
Cuando escucho los calificativos a mi trabajo entiendo que me dicen hermano, que los que hablan de un valor, un precio lo mencionan porque ellos también saben del dolor, la angustia y esperan que algo brille en su existencia; esa gente, al ver los pobres resultados de mi oficio, al mencionar el precio de mi poesía, son solidarios porque ellos saben de la miseria, ahí existen.
El poeta escribe para su gente, los necesitados.
Pasa el día, me agrada abrir la boca para sentir el aire que llega a mis labios cargado de sonidos, lo encuentro necesario, permanezco así, desde la infancia.