Padre Marcelo Pérez: sacerdote indígena, luchador y defensor del pueblo
CIUDAD DE MÉXICO, 14 de mayo de 2020.- Hay dos maneras de entender la idea de ‘nueva normalidad’ que han anunciado las autoridades para reactivar la economía, reanudar la actividad social y levantar el confinamiento. La primera es como lo haría Giussepe Tomasi en ‘El gatopardo’: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”. Esta idea privilegia la normalidad antes que la novedad.
La segunda es quizá ligeramente más audaz porque requiere que la ‘nueva normalidad’ sea comprendida primero como oxímoron, un imposible o un contrasentido: Si algo es nuevo, no puede parecerse a lo que se consideró normal. Lo nuevo, por tanto, debe tener un amplio horizonte para construirse antes de que sea asumido como normalidad. Esta idea privilegia la novedad antes que la normalidad.
El diablo está en los detalles y parece complicado distinguir la diferencia, pero todo se aclara cuando definimos la antítesis del concepto: Para nosotros ¿qué es la ‘vieja anormalidad’? ¿De qué torcida realidad querríamos desapegarnos? ¿La anormalidad ha sido el virus que ha puesto de rodillas a nuestras dinámicas sociales o lo serán nuestras dinámicas globales que recrudecen nuestras vulnerabilidades ante los desafíos?
Se ha insistido hasta el cansancio que la experiencia que estamos viviendo con el coronavirus nos debe interpelar para reflexionar sobre qué aspectos de nuestra ‘normalidad’ requieren tomar un cambio radical, qué velocidades de consumo y transformación requieren apaciguarse, qué depredación del ambiente debe suspenderse, cuáles fantasías del transhumanismo deben ser censuradas y cuáles búsquedas de dignidad social deben finalmente ser atendidas.
John Reed dejó magistralmente escrito cómo los signos sutiles en la sociedad denuncian los cambios incluso cuando sobrevivan los anacronismos a base de soporte artificial desde el poder y la costumbre. Un país en descomposición -escribía- también está en plena fermentación y es en esa tensión donde surgen los cambios.
¿Somos capaces de imaginar una nueva felicidad, aunque la sombra del coronavirus -o cualquier otro desafío presente o futuro- no nos abandone nunca? ¿O estaremos frente a un mundo incesantemente decepcionante para nuestras expectativas? En realidad, la ‘nueva normalidad’ y la ‘vieja anormalidad’ no son caras opuestas de una moneda echada en el azar del tiempo. Como sucede con el fuego, la relación del hombre con los cambios titubea siempre entre la fascinación y el miedo.
Nuestra humanidad nos reclama que cualesquiera que sean los cambios en la ‘nueva normalidad’ estos deben paliar los sufrimientos que experimentamos o que padecen nuestros congéneres. Y esto nos deja otra vez ante una inquietud inmensa que quizá sólo pueda responder nuestra conciencia: ¿Cuáles son los principales sufrimientos de nuestra época?
Desde la peor de las prisiones, Etty Hillesum nos dejó escrito lo siguiente: “Si todo este sufrimiento no conduce a un engrandecimiento del horizonte, a una más grande humanidad mediante la caída de todas las mezquindades y miserias de esta vida, entonces todo habrá sido en vano”.
Basta aguzar la mirada para verificar que la realidad tiene heridas abiertas, sufrimiento descarnado, pero también belleza y oportunidad. Y quizá sólo a eso se reduzca la idea de la ‘nueva normalidad’: ¿Nos basta con presenciar el cambio de la marea o pondremos nuestra esperanza a navegar?
@monroyfelipe