Economía en sentido contrario: Banamex
OAXACA, Oax., 26 de junio de 2017.- Con ese título, hace diez años, publiqué un ensayo académico en el que cuestionaba la forma y fondo de la elección presidencial de 2006, la que ganó Felipe Calderón a López Obrador por 245 mil votos de diferencia, y en la que el PRI (junto con el Partido Verde) descendió al tercer lugar.
La cuestión consistía en esclarecer si se había tratado de una elección libre y auténtica, en términos constitucionales, y si la actuación de los actores políticos y las autoridades electorales federales se habían apegado al marco jurídico que regía los procesos electorales. La respuesta a la que arribé fue mixta. Si y no. No se trataba de un regreso al pasado previo al año 2000 y la reforma electoral de 1996. Pero tampoco de un avance sustancial del cual sentirse orgullosos.
En esa ocasión, los actores políticos contendientes incurrieron en legalidades e ilegalidades, pero las irregularidades del entonces Presidente, Vicente Fox, no fueron consideradas tan graves y sistemáticas como para determinar el resultado de los comicios. Estos, en consecuencia, fueron declarados válidos por el tribunal electoral federal cuya resolución, a final de cuentas, fue obedecida.
No obstante, esa experiencia y el intenso y prolongado conflicto post-electoral a que dio lugar motivaron la reforma electoral del año 2007. Esta, sincronizada con la reforma constitucional en materia de transparencia, aportó mejores instrumentos para conducir las elecciones de 2012, sobre todo en el tema de la fiscalización de los recursos de partidos y candidatos. En este año, los 3 y medio millones de votos de diferencia obtenidos por el ganador de la justa presidencial facilitó la validación de los comicios. Aun así, el Pacto por México de 2012 y nuevas reformas electorales y de transparencia reforzaron el marco institucional para generar elecciones con integridad. A ello se ha sumado, con cierta parsimonia, entre 2015 y 2017, la reforma anticorrupción que aun no termina de implementarse.
Las evaluaciones sobre los resultados e impactos de esos cambios están a la orden del dia.
De un lado, la oposición al PRI, no obstante que se ha beneficiado con más alternancias y acceso al poder y recursos de todo tipo, se queja de que el nuevo modelo electoral no funciona como esperaba. En particular, sigue descalificando la organización de las elecciones ahí donde los resultados no le favorecen, por ejemplo Estado de México y Coahuila. Casi nadie, por el contrario, se queja del abundante dinero que manejan.
Del otro, el PRI, naturalmente, defiende sus triunfos con las evidencias y argumentos que tiene a mano.
Desde la evaluación académica, de 2012 en adelante la calidad de las elecciones mexicanas, sobre todo las estatales y municipales, se ha venido deteriorando debido a problemas en los rubros de financiamiento, equidad en la contienda y estado de derecho, penetración de poderes fácticos e ilícitos en el sistema político, en un contexto de bajo crecimiento económico, concentración de la riqueza, inseguridad, crimen, violencia, corrupción e impunidad. Incluso, hay quien lleva el diagnóstico hasta la exigencia de refundar el Estado, el sistema constitucional y su basamento moral y cultural. Hay quienes proponen, ante semejante panorama, mejor voltear a ver el modelo de elección comunitaria.
En mi opinión, se trata de un conjunto de variables interactivas y contextos cambiantes que deben ser entendidos en la dinámica de la competencia y la lógica de los hábitos de la cultura política y jurídica de los mexicanos.
Se trata, en el fondo y más allá de los arreglos institucionales acordados luego de cada ciclo electoral desde hace 40 años, del penoso y muy prolongado tránsito de una cultura política y jurídica autoritaria, formalista y legalista, de acuerdos y cálculos estrategicos y tácticos de todos los actores involucrados, a otra en la que somos bisoños, no contamos con experiencia y tememos en todos los espacios y en todos los niveles de la vida pública: la cultura constitucional y democrática.
El cortoplacismo y los intereses parciales inmediatos prevalecen sobre la visión de futuro y el interés general. El estado ‘pirañizado’ por todo tipo de grupos de presión y poderes salvajes. La sociedad y las personas atrapadas en la sobrevivencia y la frustración. El Derecho a merced del poder y la economía informal e ilegal. Las elecciones como instrumento para acceder al saqueo particular desde el gobierno y no para la representación y la hechura de normas y políticas en beneficio social.
Es en ese ambiente en el que las instituciones electorales tienen que cumplir con deberes desorbitados y resultan acusadas de incumplir hasta con su papel ordinario: poner urnas, recibir y contar votos. Ya no se diga con el rol extraordinario, más bien imposible, de garantizar equidad, imparcialidad y transparencia en el proceso y de todos los actores en liza.
Preciso que nadie es responsable exclusivo y tampoco irresponsable absoluto de tan lamentable situación. Se trata de una corresponsabilidad incumplida en diversos grados. De ahí que la llamada a una refundación moral, cultural y constitucional luzca tan atractiva como riesgosa.
A la luz de las experiencias electorales de los últimos tres años hay, ciertamente, motivos para la preocupación. Mas también hay razones y elementos para un compromiso con los fines superiores que supone la democracia constitucional. No deberá tratarse de una nueva confusión entre volver al pasado o regresar al futuro. Se trata de las garantías mínimas para la libertad y la autenticidad del ejercicio de la democracia pluralista que exorcice a sus peores fantasmas: el autoritarismo oligárquico y el populismo autoritario. Se trata del mínimo sentido social, cívico y patriótico para superar el pasado y hacer viable el porvenir.