
Zedillo, jefe político de la intelectualidad de la derecha
Oaxaca, Oax. 26 de mayo de 2013 (Quadratín).- La voluntad de vivir juntos para conservar nuestra vida y nuestros intereses particulares, que mediante el mecanismo de la asociación se transforman en bien común, se le denomina voluntad general, pero además, lo extraordinario de esta voluntad general es que genera la igualdad política entre todos los ciudadanos. Por eso, Rousseau no acepta la existencia en ella, de sociedades o asociaciones parciales. La existencia de las corporaciones es una desviación de la existencia de la voluntad general y para el Estado. La corporatización de la asociación es una enfermedad de la propia asociación, así, las corporaciones son asociaciones que limitan la tendencia de igualdad del Estado. Ejemplo de corporaciones son las iglesias, la asociación de industriales, comerciantes, los sindicatos y sobre todo, la corporación de los delincuentes.
El Estado, al ser producto de la asociación humana es un imperativo su conservación, para ello, al Estado habría que reconocerle la necesidad de una fuerza universal e impulsiva para mover y disponer de cada una de las partes de la manera más conveniente al todo (Rousseau, Juan Jacobo. El Contrato Social. Editorial Porrúa. México 1979. p. 16.) Dicho de otra manera, al Estado, para conservar a la sociedad y conservarse así mismo, en cuanto producto de la unión de las voluntades de sus miembros, necesita del monopolio de la fuerza absoluta y universal, además del ejercicio violento del poder para cumplir su fin último.
La legitimidad del Estado no está en el consentimiento del pueblo, pues lo tiene de origen, su legitimidad es la conservación de la asociación y de su propia conservación, en caso contrario, se estará autodestruyendo. Por eso, la obligación de todo gobernante es cumplir con este imperativo, por eso no es extraño que Rousseau afirme: así como la naturaleza ha dado al hombre un poder absoluto sobre todos sus miembros, el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos los suyos. Es este el mismo poder qué, dirigido por la voluntad general, toma, como ya he dicho, el nombre de soberanía (Rousseau, Juan Jacobo. ob. cit. p. 16).
No habría que confundir el concepto de poder absoluto con el de poder arbitrario, poder absoluto significa, para Rousseau, poder universal. Sin este poder universal no sería posible que el Estado pudiera garantizar la existencia de la sociedad y de sí mismo. Rousseau plantea de manera correcta la legitimidad del Estado sobre los hombres en cuanto ciudadanos, distinguiendo y reconociendo los derechos del hombre en cuanto hombre, que son de índole distinto, luego entonces, sobre los ciudadanos si hay un poder universal pero no sobre los derechos del hombre. Existen tres derechos del hombre en el pacto social: sus derechos como ciudadanos; sus derechos como población y sus derechos como hombres, como seres particulares.
Así como el Estado debe de cumplir con su naturaleza, el ciudadano debe de cumplir con sus compromisos que lo ligan al cuerpo social, no serían obligaciones, pues al cumplirlos estará cumpliendo consigo mismo, por eso, la apatía y la indiferencia políticas se pueden catalogar como un crimen social.
La voluntad general no es la negación de la voluntad particular o es su contraposición, pues se abreva de ella. Lo que hace la voluntad general es llevar esta preferencia al terreno de la igualdad y de la justicia. La igualdad y la justicia son productos de la asociación, la voluntad general parte de todos para ser aplicable a todos y que pierde su natural rectitud cuando tiende a un objeto individual y determinado, porque entonces, juzgando de lo que nos es extraño, no obtenemos ningún verdadero principio de equidad que nos guíe (Rousseau, Juan Jacobo. ob. cit. p. 17).
Ninguna voluntad particular puede representar a la voluntad general, ni ésta representar a una voluntad particular, porque lo que generaliza la voluntad no es el número de votos sino el interés común que los une, así un gobernante representará a la voluntad general en la medida que fomente el interés común y le queda prohibido, en cuanto tal, representar su propio interés.
Se ha dicho con razón que el contrato social tiene la virtud de igualar a los ciudadanos en condiciones y derechos. De igual manera, todo acto de soberanía obliga a favorecer por igual a todos los ciudadanos: de tal suerte que el soberano conoce únicamente el cuerpo de la nación sin distinguir a ninguno de los que la forman (Rousseau, Juan Jacobo. ob. cit. p. 18). La igualdad en condiciones y derechos políticos son producto de la constitución del Estado. Para llegar a esta situación tuvieron que pasar siglos y largas luchas de los ciudadanos para conformar al Estado de esta manera.
Debe quedar claro que el acto soberano del Estado no es un acto de autoridad, pues eso sólo lo tiene el Magistrado, por el contrario, es un acto político o acto de la política. El acto soberano tiene la característica de ser con cada uno de los miembros de la asociación, nadie puede quedar excluido, en cambio el acto de autoridad puede ser con un solo individuo. El acto soberano es legítimo, pues se respalda, precisamente, en el acto social, es un acto equitativo porque es común a todos. También es un acto útil porque no puede tener otro objeto que el bien común y es un acto sólido, porque tienen garantía la fuerza pública y el poder supremo.
El poder soberano tiene por límite y extensión de sus actos la voluntad de los propios ciudadanos, es decir, es inquirir hasta que punto estos pueden obligarse para con ellos mismo, cada uno con todo y todos con cada uno (Rousseau, Juan Jacobo. ob. cit. Editorial Porrúa. México 1979. p. 18). El poder del Estado dependerá, por ello, de los propios ciudadanos, por ende, un Estado débil es un Estado que no tiene sustento en la voluntad general.
Toda lucha contra los poderes que atentan contra el Estado, como el crimen organizado, debe sustentarse a partir del fortalecimiento de la voluntad ciudadana. La institucionalización de esta voluntad es la mejor medicina para triunfar sobre la violencia particular que representa el crimen organizado, por tanto, la fuerza pública debe ser sólo el inicio para proveer la verdadera medicina política: la democracia.