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México no se arrodilla ante EU, ya está postrado ante el narco
Oaxaca, Oax. 07 de noviembre de 2012 (Quadratín).-El sonido de la televisión lo puedes detener con una almohada sobre tu cabeza, que tape tus oídos. Esto lo aprendiste desde pequeño, en la colonia, cuando se amanecía al sábado con el anuncio en el altoparlante del pollo a las brazas, de la barbacoa de res y su consomé con chile. La mañana del sábado entre los gruñidos de tu padre y los pasos cansados en la cocina de tu madre, que busca los trastos para ir a traer a la calle algo de comer que le cure la cruda al pinche viejo. Desde ese tiempo el remedio infalible de la almohada sobre la cabeza; detener el ruido, alargar el reino del silencio por unos minutos más.
Cuando sentiste el llamado del mar, marinero, pusiste rumbo hacia Puerto Ángel, allá la almohada fue tu amiga insustituible en medio de los gritos de los adolescentes que abandonaban a tropel en fin de semana el internado de la Escuela Técnica Pesquera. La almohada como el límite de lo creado y lo no creado. La rugosidad de su funda te anticipaba que vendrían unas cuantas horas que serían realmente tuyas, sin obligaciones ni horarios que cumplir. Unas horas sin la necesidad de llevar la morralla en tu cabeza para contestar el buenos días; a sus órdenes cabo; lo que usted ordene mi capitán; ¡el lame botas Rodríguez a sus órdenes, Señor!
Los años junto al mar y las jóvenes costeñas a tu alrededor. Los días de llevar a nadar a Carrizalillo a la pequeña Antonia. Las tardes de caminar con Margarita, allá en Pochutla, junto a la iglesia de San Pedro. Luego llegaba el lunes con las tareas de siempre, remendar el chinchorro playero, aprender de memoria el calendario de corrientes marinas, manejar la brújula y el compás.
Pero un día el gobierno federal dijo se acabaron los pobres. Y cerraron el internado que era la Escuela Técnica Pesquera, refugio de hijos sin padre. Los sueños de navegar el altamar en un buque trasatlántico se acabaron, se estrellaron contra la escollera del pequeño muelle donde cabeceaban por la tarde las lanchas. Las sobras de esos sueños sirvieron para pedir trabajo de lanchero con un patrón que se dedicaba a la pesca ribereña. La paga era justo lo necesario para sobrevivir en el día, tres ejemplares de atún o bonito de cinco kilos que la negra María horneaba para llevarlos a vender a Pochutla.
Al mediodía la jornada iniciaba con la compra del bidón de gasolina, 50 litros. Si la noche anterior había sido de buena pesca, habría para comprar combustible. De lo contrario era necesario enamorar a la despachadora para asegurar el crédito. Una morena de 90 kilos es capaz de todo, más si tiene al lado a un joven de la ciudad con modales de hombre acabado de hacer.
La proa al noreste, allá donde en algún punto del agua se junta el mar con el río. A las 18: 00 horas dejar caer el palangre y amarrarlo a la popa de la lancha, encender el primer cigarro de mariguana y esperar a que aparezcan las primeras estrellas en el firmamento para conversar con ellas.
Las corrientes marinas hacen el trabajo, eso ya lo sabías. Para algo fuiste al internado de la escuela Técnica Pesquera, pudridero de los hijos sin padre. Luego de pasar la noche en medio mar al amparo de corrientes y estrellas, levantar tus redes, cortar aletas de tiburón, arrojar al mar las tripas de escualo y regresar a puerto seguro. En el muelle estarán las regatonas que compran el producto, y tu patrón.
Si hay buena pesca se pagará el cuarto que habitas, si hay mala pesca sólo quedará ir a pedir fiadas las caguamas con Hilario. Mala pesca, buena pesca. Vida de perro. Pero no hay nada que no cure el sol y un buen trago de cerveza.
Esas mismas corrientes marinas decidieron la suerte de tus días. Un telegrama te avisó el mal estado de salud de tu madre, y decidiste regresar a la ciudad como buen hijo a socorrer a la enferma en sus últimas horas.
En la ciudad pescaste el gusto por caminar de noche, a la hora que fuese y en el día en que mejor te viniera en gana. En la hora de la madrugada nunca falta una mujer que te convide un pedazo de su cama, un amigo que te alcance su botella para echar un trago.
Una noche de esas atracaste en el mar de putas de La Mula Negra, donde Camila hacía la variedad de las dos de la madrugada. Fuiste una noche, y otra. El acto más interesante de la presentación de aquella mujer delgada, blanca, te parecía que era cuando agarraba una botella de ron y dejaba caer su contenido sobre su vientre, hasta llegar a ese pequeño triángulo afelpado que humedecía. El triángulo oscuro dejaba caer en medio de la más completa oscuridad de la pequeña pista de baile el alcohol que resplandecía entre las piernas, iluminando por un instante las caderas. Como cuando el primer sol de la mañana iluminaba el mar, y se dejaban ver los espejos rotos de la marea en medio de todo lo creado, allá en Puerto Ángel.
Camila, soy Camila, te dijo la primera vez que la invitaste a tu mesa. De la mesa en La Mula Negra, pasaron a las calles oscurecidas de la ciudad para esperar la primera luz del día y verla juntos. Mira, le dijiste mientras la protegías con tus fuertes brazos, así amanece en el mar, de la nada se van formando las cosas. Así amanece, desde la oscuridad de su sexo aparecía el mundo entero, pensaste. Como en el mar, de la nada sale el mundo.
Un sábado amaneció Camila en tu cama. Buenos días, amor, te dijo cariñosa. En la habitación estaban regadas las camisas y los pantalones, los calcetines. Ella empezó a recoger la ropa y los objetos que se encontraban sobre el piso, acomodó la habitación, ese espacio donde descansa solo un hombre que fue del mar. Mientras lo hacía, encendió el televisor.
Por instinto abriste los ojos y llevaste tu mano a la almohada, para protegerte de los cortes informativos de la mañana. Como cuando niño. Camila no se dio cuenta de tus actos porque ya andaba por la cocina buscando los trastos para preparar algo sabroso mi amor, que te cure esa cruda que cargas.