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TCL-aranceles con narco: CSP la toma o la derrama
Oaxaca, Oax. 18 de julio 2012 (Quadratín).- El hombre con pasos seguros arrastró la silla, tomada de la cabecera del respaldo alto, desde su apartamento hasta la calle. Mientras andaba sonreía a los transeúntes. Buenos días, buenos días. El hombre en mangas de camisa arrastrando una silla a media mañana. Adiós, hasta luego. Buenos días.
Cuarenta años de su vida entregados al magisterio. En su juventud su madre le había dicho: Abel, ya es hora que elijas tu oficio. En esos años, su corazón sólo encontraba calma en la lectura. En las soledades de provincias los jóvenes estaban destinados a ser sastres, músicos, campesinos o comerciantes. Un oficio, le pidió su madre. Pero el deseo de él era sólo seguir leyendo.
Pasaron algunos años, y Abel no se decidía a aprender un oficio. Buscó su madre que se acomodara con José, el tendero. Pero su hijo se pasaba las horas pegado al libro y cuando la clientela asistía al negocio negaba la existencia de la mercancía. ¿Tiene sal?, no hay, decía el joven sin despegar los ojos de la página. El tendero José lo regresó con su madre con un argumento fuerte, su cabeza está en otra parte.
Con su tío Manuel trabajó la tierra y el ganado, pero seguía en lo mismo. En la hora de la ordeña conversaba con las vacas, y los litros del lácteo iban a la baja. Tienes que ser duro con estos animales, le dijo una mañana su tío. Pero el joven había encontrado a las interlocutoras perfectas a quienes contar las historias que leía.
El tío Félix se esmeró porque aprendiera las notas musicales, pero el joven vino a este mundo con oídos de cohetero. De su estancia con los músicos sólo se convenció de una cosa, la bebida. Porque ni a bailar aprendió.
En su casa se pasaba horas y horas pegado al libro. Cuando apartaba de sus manos las hojas impresas su cabeza se iba tras las historias que leía. Se pasaba mucho tiempo en silencio, mirando el muro encalado, absorto en sus pensamientos. Retrasado mental, le decían sus hermanos.
Eran sus años de juventud y no quería participar con los jóvenes de su edad. Prefería sentarse en la oscuridad y recordar lo leído. En el fin de semana, sábado y domingo pasaba el tiempo sentado frente a la ventana de su casa que daba al camino, recordando historias leídas en los libros.
Así hasta que un día su madre se desesperó y dijo: ___Bueno pues, aunque sea de maestro estudia.
Y Abel inició sus estudios para poder ingresar al magisterio. Luego todo fue recorrer pueblos y comunidades, congregaciones. Fundar escuelas, educar a las nuevas generaciones.
Por sus manos pasaron pequeños, hombres y mujeres, futuros lectores. A través del magisterio pudo dejar a su madre, vete, la obligación te llama, le dijo un día la mujer cuando le anunció que tenía que trasladarse a una comunidad lejana. La paga no era suficiente, pero en el magisterio conoció a otros lectores voraces. Como él, poco o nada le importaban esos hijos de quien ni siquiera conocía, esas vidas que en un día no muy lejano serían tal vez también profesores de instrucción primaria.
En una comunidad conoció a Adela, su mujer, profesora del tercer año de básico. Casó con ella y se instalaron, por medio de los oficios de la delegación sindical, en una agencia municipal conurbada.
Uno de sus hijos eligió ser músico. Abel sintió una gran satisfacción cuando ya entrado a su vejez lo acompañó a presentar su examen profesional en la escuela de Bellas Artes de la universidad local.
Otro de ellos fue comerciante, y en el día en que el cura regó las aguas benditas en el establecimiento, el profesor Abel estuvo presente.
El tercero de sus hijos, su benjamín, se dedicó al campo, cuidar animales y medir el grado de humedad en el ambiente para predecir las lluvias. En la primera reunión que hizo su pequeño hijo para celebrar el nacimiento de diez becerros, Abel lo acompañó.
Pasados cuarenta años de su existencia frente a los grupos de primaria, el profesor Abel tuvo un deseo, sentarse en la calle de su casa, a plena luz del día, a leer un libro.
El viejo profesor se desabotonó la camisa antes de arrastrar la silla hacia la calle. En la mano izquierda, pegado junto al pecho llevaba un tomo con las obras completas de un autor ruso.
Saludó a los vecinos mientras atravesaba la acera. Buenos días, buenos días. En el día de su jubilación como profesor de instrucción primaria podía mirar de frente a todos, saludarlos. Buenos días. Sentarse a leer en medio de una calle congestionada por el tránsito de vehículos y personas, buenos días, hasta luego.