El episcopado ante el segundo piso de la 4T
Análisis a Fondo
CIUDAD DE MÉXICO, 9 de febrero de 2016.- Les voy a contar la historia de un ranchero enamorado, que llegó a la ciudad hace medio siglo y que todavía no logra acostumbrarse a la maldad de los que gobiernan este conglomerado de gente, automotores, humo, perros callejeros, edificios inteligentes covachas malditas, aunque hay personas muy solidarias, muy amables, muy amorosas, como los dos jóvenes que me ayudaron, en la mañana de este lunes, cuando caí como tábula rasa de cinco escalones en la estación Pino Suárez y fui a dar con toda mi humanidad al suelo de mármol del andén.
Júroles que me dolieron las rodillas, sólo las rodillas, me dolió hasta el alma pero lo que más sentí feo fue el orgullo. Sin embargo gracias a los dos jovencitos me reconcilié conmigo, con la ciudad, con el Metro, con los transeúntes y con la vida misma. Pero lo que si me saca de quicio es la actitud de los conductores del transporte público y del privado. Son de la última escala de la evolución de los animales que vienen del hombre y terminan en choferes de la Ciudad de México, con cola y se desconoce si son adictos a la cocaína porque las autoridades no les hacen sus estudios de antidoping,
Y estoy seguro que sabe de estas estúpidas anomalías y no hace nada por resolverlas el director general del Metro, don Jorge Gaviño Ambriz, quien nunca se sube a un carro de ese pinchurriento transporte colectivo tan presumido por el jefe de gobierno, Miguel Mancera, quien tampoco sabe que los conductores de este transporte y del otro, el Metrobús, y del viejito Trolebús, son unos patanes que tratan a los usuarios no como animales, porque eso es grave. Los que transportan animales los tienen que ir cuidando que no se golpeen o que no sufran heridas, porque si no lo hacen al llegar a su destino, el destinatario al recibir la carga les cobra por cada animal que lleva averiado.
No, los choferes del Metro de la Ciudad de México, los del Metrobús, los del Trolebús y también los de los camiones urbanos y los gorilas que conducen esas vitrinas llamadas peseros son unos verdaderos trogloditas. La pobre gente que tiene derecho y necesidad de viajar porque paga su pasaje tiene que sufrir enfrenones muy bruscos, que muchas muchísimas veces les causan contusiones en la cabeza o en el cuerpo y hasta heridas.
Ah y me contaba un trabajador del Metro, que por supuesto no les voy a contar el nombre porque si lo hago lo despiden ipso facto, que los choferes, cuando van acompañados por otro de esos animales, en la cabina, se ponen a jugar a enfrenones, enfrenones muy bruscos “para que el pasaje se acomode”, burlándose de la gente. Y les importa un pito que alguien salga golpeado o herido. Qué poca madre tienen y el señor Gaviño Ambriz, que por cierto es discípulo de Elba Esther Gordillo, por ser de Nueva Alianza, desconoce lo que pasa en el Metro y me temo que tampoco le importe. Lo que él busca es que cada quincena la Secretaría de Finanzas le deposite su pingüe salario.
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