Llora, el país amado…
Todas las evaluaciones que se han hecho de la estrategia nacional de seguridad pública del gobierno actual son difíciles de rebatir. Sin embargo, en el cuadro analítico hace falta una variable que hay que asumir también con sentido muy crítico: la corresponsabilidad social en el funcionamiento de una estrategia gubernamental que no ha sabido articular de manera activa a las diferentes formaciones sociales.
Esas evaluaciones críticas tienen razón en cuanto a la insuficiencia de instrumentos y recursos gubernamentales. Pero, en sentido contrario, poco se ha analizado la complicidad de las diferentes formas sociales de organización en las comunidades rurales, semiurbanas y urbanas que han sido capturadas casi sin violencia por las organizaciones del crimen organizado y de bandas desorganizadas.
Ninguna estrategia gubernamental de seguridad puede tener éxito por sí misma, porque requiere de la participación directa e indirecta de estructuras locales: empresas privadas, partidos políticos, autoridades municipales y estatales, célula familiar, lideres sociales de comunidades y, en general, estructura social. Es decir, de los tejidos políticos, sociales y comunitarios.
Todas las evaluaciones sobre comunidades enteras en manos del crimen organizado no se han detenido a indagar de qué manera los delincuentes se fueron apoderando de partes territoriales de la soberanía del Estado. La explicación más fácil ha sido la que insiste en el poder corruptor del dinero en una sociedad carente de empleos formales e informales y con crecientes ejércitos laborales de reserva. En efecto, los delincuentes han establecido una estructura de pago salarial directo arriba de los niveles de la economía legal, porque un espía con celular –los famosos halconcitos— pueden ganar hasta diez mil pesos mensuales solo contratados para alertar a las bandas sobre movimientos de las fuerzas de seguridad.
En 1984 un grupo de obispos del sur de la república –vinculados a la corriente de la teología de la liberación o del activismo religioso de tipo social– denunciaron que el abandono del Estado de la supervisión y subsidio a la producción campesina estaba comenzando a ser ocupado por los primeros cárteles de marihuaneros que ofrecían salarios mucho mayores a los que podían ganar los campesinos de manera directa con intermediarios o a través de precios de garantía.
La crisis de seguridad estallada en diciembre de 2006 por el presidente Felipe Calderón al declarar la guerra al narcotráfico en Michoacán y zonas aledañas careció de un enfoque de reconstrucción del tejido social, porque se centró en combatir a los liderazgos de los cárteles, pero sin ninguna iniciativa de recuperación social, económica y política de los territorios de operación criminal.
A quince años de iniciada y esa guerra, en la actualidad persiste el mismo modelo: atacar y perseguir bandas criminales y recuperar zonas territoriales de la soberanía del Estado solo con la presencia disuasiva de la Guardia Nacional, sin ninguna iniciativa de reconstrucción del tejido social a través de acuerdos entre la propia sociedad y los sectores productivos.
En este contexto, las cifras de estabilización de la inseguridad y una declinación perceptible de baja de delitos han sido producto solo de una ofensiva policiaca de seguridad. El riesgo de este modelo se aprecia en el regreso de los principales delitos cuando la autoridad tiene un repliegue de redistribución de fuerzas de seguridad, disminuyendo su presencia en algunas áreas y permitiendo con ello el regreso de las bandas delictivas.
Lo grave de todo se percibió en las pasadas elecciones locales en zonas controladas por el crimen organizado por la participación política de las diferentes bandas a favor de determinados candidatos o partidos a nivel local como una forma de mantener el control político y social en los territorios ocupados. El Instituto Nacional Electoral fue advertido de indagar con mayor minuciosidad el perfil de los candidatos que registraban los partidos, pero las autoridades del organismo se distrajeron en su lucha por la democracia nacional y abandonaron sus tareas de coparticipación y corresponsabilidad en las complicidades de candidatos y partidos con el crimen organizado.
Los partidos políticos, a su vez, tampoco pusieron atención en la relación delincuencia-candidatos y perfilaron aspirantes por nivel de popularidad y no por presentar un proyecto de gobierno local contrario a los intereses del crimen organizado. En este sentido, el país entrará en los próximos tres años en una nueva lógica de actividad creciente de los delitos por la complicidad, el miedo o la pasividad de las autoridades administrativas y políticas locales frente a la consolidación de estructuras delictivas en estados y municipios.
Sin una corresponsabilidad de las estructuras políticas y de gobierno a nivel estatal y sin articulación de nuevas responsabilidades sociedad-gobierno, la estrategia nacional de seguridad pública entrará en una lógica de subidas y bajadas coyunturales, pero sin posibilidad de desarticular las estructuras de poder criminal que mantienen sojuzgadas a zonas territoriales de la soberanía del Estado.
Zona Zero
· Aunque es muy temprano para determinar agendas sucesorias, la seguridad pública entrará en una nueva dinámica política: el Senado de la república comenzará una etapa de observación crítica de la situación de la seguridad, según lo anunció el líder senatorial Ricardo Monreal Avila. Pero no debe perderse de vista que el tema de la seguridad pudiera tener una intensidad mayor por el papel asumido ya de manera formal de Monreal como precandidato de Morena a la presidencia de la república. En todo caso, en estas dos variables, la seguridad pública tendrás una visibilidad transexenal.
El autor es directore del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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@carlosramirezh