Diferencias entre un estúpido y un idiota
Hace dos años inició en México el confinamiento general por la contingencia sanitaria provocada por un virus del que sólo sabíamos dos cosas: que era altamente contagioso y que podía causar la muerte de quien se contagiaba. Acompañado de pánico, incertidumbre y zozobra, el anuncio de una pandemia en ciernes puso fin a la luna de miel de la globalización y nos metió de lleno al siglo 21.
Hoy sabemos con toda certeza que las autoridades mexicanas no estuvieron a la altura de las circunstancias y que controles sanitarios más estrictos pudieron salvar más vidas. Hubimos quienes nunca dejamos de solicitar pruebas masivas y el uso generalizado del cubrebocas, mientras el país se inundaba de tapetes y formularios de viaje que sólo retrataban la ignorancia y la negación de quienes debían protegernos.
Ante la tragedia más grande que hemos enfrentado en las décadas recientes la sociedad mexicana solo se tuvo a sí misma. Por eso es indispensable que nuestra generación haga un recuento de lo aprendido antes de seguir adelante. Para mejor o para peor, nadie será igual después de esta pandemia que comienza a menguar, pero no podemos permitir que se repitan los errores que agravaron la crisis.
La salud pública no puede seguir en manos de políticos. El manejo de la pandemia bajo ese criterio impidió que se instalara el Consejo de Salubridad; que hubiera mayor acceso a vacunas e hizo del semáforo epidémico una paleta de colores al servicio de intereses opacos. Una rama de la cual dependen vidas debe regirse por la ciencia y la técnica, no por la discrecionalidad y los intereses de unos cuantos.
Se debe invertir urgentemente en la transición digital. El confinamiento demostró los beneficios de usar tecnologías de la información y, además de su éxito en el ámbito laboral, servicios como los relacionados con la impartición de justicia y la telemedicina ahora se pueden brindar a distancia prácticamente en su totalidad. Tenemos la gran oportunidad de reducir la brecha de acceso a servicios básicos que ha afectado históricamente a los más marginados.
La salud mental debe ser reconocida como asunto de salud pública. Durante el encierro incrementaron los casos de depresión y violencia familiar, pero la pandemia solo fue catalizador de problemas mentales que se incubaban desde tiempo atrás. Hoy sabemos que tratar adecuada y oportunamente esos problemas puede prevenir casos mayores de violencia y delincuencia, y el Estado debe invertir en ello.
La educación básica debe impartirse de forma presencial. A diferencia del éxito del trabajo a distancia se comprobó que niñas, niños y adolescentes aprenden con mayor dificultad y lentitud fuera de un aula de clases. Además hubo un efecto colateral negativo para el desarrollo profesional de millones de mujeres, lo cual hace evidente la necesidad de invertir en guarderías y escuelas de tiempo completo
Hay vida más allá de las redes. No hay videollamada que sustituya un café, una noche de tragos o una cena romántica. El ensimismamiento de los smartphones nos hizo construir amistades y relaciones por y para el feed; hoy tenemos la oportunidad de quitar todos los filtros para reencontrarnos y reconocernos tal cual somos.
Por último lo más importante: abandonar el individualismo. Casos como la escasez de oxígeno o el uso de cubrebocas nos recordaron que la solidaridad salva vidas; por ello no tendrá sentido haber sobrevivido si no luchamos por hacer del mundo un lugar más generoso. El tiempo se detuvo en marzo de 2020 y está por reiniciar su marcha: está en manos de nuestra generación decidir si los dos años vividos se convierten en terapeutas que alivien el pasado o verdugos para el futuro.