
Desaparición Forzada
México, D.F. 22 de mayo 2012 (Quadratín).- Si por tomar las calles se eligiera al próximo presidente de México, sin duda la tendría en la bolsa, desde el 2006, Andrés Manuel López Obrador. La acción de tomar calles es propia de países en donde se padecen regímenes totalitarios frente a los que el último recurso de la población, ciudadanos, ancianos o niños es llenar las calles y lanzar consignas.
Sin embargo, a los mexicanos, a partir de que el PRI perdió la Presidencia de la República en el 2000 y, tres años antes el gobierno del Distrito Federal, se nos ha dicho hasta la saciedad que vivimos en una democracia.
En el 2006, ante su derrota oficial frente al panista Felipe Calderón, el PRD con su candidato López Obrador a la cabeza, tomaron las calles y la población comprobó que la diferencia en los cómputos electorales, por mínima que fue, resultaba la confirmación de que el perdedor optaba por la descomposición y el enfrentamiento, antes que aceptar su derrota.
Ahora ha ocurrido algo similar, solo que al revés. Tanto perredistas como panistas (ambos en el gobierno federal y del Distrito Federal) festejan que la población tome las calles y salga a manifestarse.
¿Quién se beneficia, realmente, con estas acciones?. Obvio, el PRD que tiene gran experiencia en movilizaciones masivas. ¿Quien resulta perjudicado?: obvio el panismo y el gobierno federal que parecen negarse a sí mismos y hacer las veces de oposición cuando todavía no lo son y, según sus dirigentes, no están dispuestos ni quieren volver a serlo.
El discurso político es cada vez más pobre. El tono que se adopta frente al traspié, el tropezón o el problema ajeno es esa cantaleta de los niños: lero-lero, lero-lero.
México no tiene una democracia madura y las pruebas para demostrar esta realidad sobran: los procesos electorales se convirtieron en grandes negocios basados en el derroche y dispendio de los recursos públicos. La difusión o propaganda se basa en la superficialidad y la basura, esto es literal. Entre los propios partidos se sabe si algún adversario ya estuvo antes en algún lugar, precisamente por la basura que dejan.
Pasadas las elecciones, la basura junto con las promesas se quedan ahí como testigo de que las cosas seguirán igual, en las mismas.
Por eso llama la atención que se festine tanto el que la gente -jóvenes y otros no tanto- tome las calles, porque se nos ha endilgado que ahora si somos libres, que ahora si hay democracia, que ahora si hay quien escucha al pueblo.
Recientemente en el concierto gratuito del ex beatle Paul Mc Cartney, el aplausómetro o los gritos no dejaron duda: López Obrador gana en la calle por encima de la candidata panista, Josefina Vázquez Mota, o del priista, Enrique Peña Nieto. Tanto, que algunas encuestadoras ya lo ubican en el segundo lugar de la contienda presidencial.
Aun cuando el objetivo aparente es demostrar que el candidato priista tiene a miles de ciudadanos en contra (lo que resulta obvio, si se piensa en los militantes, simpatizantes y adherentes), el resultado es que las manifestaciones pueden producir simpatías más a la izquierda que a la derecha o al centro.
Si los estrategas del PAN creen que el voto joven, los que acudirán por primera vez a sufragar, lo harán por la derecha, pueden estar haciendo cálculos o escenarios equivocados.
Hasta donde puede preverse, tomar la calle es un grave riesgo a la gobernabilidad y la institucionalidad. A menos que el criterio u objetivo sea el que tan bien refleja esa frase de quien se sabe, de antemano, perdedor: yo o el diluvio.
¡Hay que tener cuidado con el combustible, máximo si todos traen y están prendiendo cerillos! Sea en las universidades públicas o privadas, nacas o pirruris, o en las calles promover la agitación y el enfrentamiento, puede acarrear graves consecuencias en las que nadie gana, todos perdemos.