
Campo de golf en Huatulco: bienestar, desarrollo y sostenibilidad
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México, D.F. 24 de junio 2012 (Quadratín).- No es paradójico que en la recta final de las elecciones presidenciales y legislativas federales de 2012 la atención se centre en las encuestas y no haya suficiente debate sobre la profundidad de la crisis de desarrollo que agobia al país y que exige propuestas alternativas.
Los electores atraviesan por una especie de anomia social que se había instalado como consecuencia de la fase neoliberal de la economía 1982-1993. Se trata de una pérdida de identidad como ser social: como los gobernantes no escuchan, la sociedad ya no reflexiona ni propone sino exige o espera.
Los electores no buscan candidatos o propuestas, sino escogen en el vacío político y social. Por eso es que las encuestas –con todo el desorden en sus cifras– se convirtieron en oráculos y no en instrumentos de percepción de los estados de ánimo de la sociedad.
La campaña se basó en percepciones y mensajes, dejando a un lado los dos temas centrales del corto plazo mexicano: el diagnóstico de la crisis en un horizonte histórico y las propuestas de candidatos y partidos para enfrentar esa realidad. ¿Por qué todos los mexicanos achacan la crisis al PRI pero en las tendencias de las encuestas el PRI podría llevarse la elección de punta a punta? Podría sonar hasta esquizofrénico: votar por los responsables, a menos que la sociedad vote desde el subconciente de tiempos pasados.
A ello contribuyeron el PAN y el PRD, partidos y candidatos, entrándole al juego de las percepciones. No fue gratuito, por ejemplo, que la semana pasada la candidata panista Josefina Vázquez Mota haya recuperado ritmos electorales positivos cuando habló y explotó la frase de los cuchi-cuchi. Y López Obrador contribuyó con su discurso amoroso.
No hubo confrontación de ideas, de proyectos, de expectativas, de saldos, de realidades, como si el país en crisis no existiera. ¿Qué van a votar los electores?: ¿un líder, un representante, un estadista, un galán, una mujer? Pareciera que, al final de cuentas, los mexicanos realmente se sienten ya sin posibilidades de salida de la crisis de expectativas y de la crisis de desarrollo y entonces sus motivaciones electorales nada tendrán que ver con una oferta de largo plazo.
Aquí se ha insistido en los datos: la actual estructura productiva del país sólo permite crecer a una tasa anual promedio de 2.5%-3% sin generan desequilibrios macroeconómicos, pero esa cifra apenas permite crear el 40%-55% de los empleos que requiere cada año el millón de personas que se incorpora a la población económicamente activa. Y que para crecer más se requiere la reforma total del sistema productivo. Como ningún candidato ofreció mejorar este rubro, entonces a México le esperan otros seis años de lo mismo: crecer como se puede, no como se debe.
Las posibilidades de una nueva alternancia debieran haber motivado a los electores en función de los temas torales, pero resultó que partidos y candidatos, todos, optaron por proponer la continuidad del modelo de desarrollo, de la política económica y de las limitaciones en el crecimiento productivo. Las ofertas se redujeron a frases chabacaneras, a promesas vacías, a dibujar un México como paraíso a la vuelta de la esquina.
Por tanto, las elecciones serán insustanciales en cuanto a posibilidades de mejoramiento productivo. Habrá que votar porque es un deber cívico y un derecho, pero sin tener mucha esperanza en que se vote por un proyecto.
¿Transición, restauración o conflicto?
Como no hay plazo que no se cumpla, México enfrentará el domingo primero de julio una nueva cita con el destino. Lo que falta por saber no es en sí el resultado sino el horizonte político: ¿transición, restauración o conflicto?
Desde 1968 México ha enfrentado el desafío del cambio. Y ha entrado en diferentes ritmos, lento, rápido, sorpresivo, con miedo y
sin cambios. Como no hemos enfrentado el fin del mundo, entonces está claro que existen dos obstáculos para el cambio: el miedo al cambio o la falta de decisión.
Después de 1968 el PRI tuvo que reacomodarse y realizó reformas políticas parciales, pero el destino lo alcanzó en 1994. Obvio, la crisis fuer tan grave que llegó la alternancia partidista en la presidencia de la república en el 2000.
Luego el PAN tuvo en sus manos la demanda del cambio, pero Fox careció de la dimensión histórica y prefirió pactar con el PRI y Calderón encaró la insurrección del PRD y la creación de una república legítima paralela. En ambos casos, los panistas no supieron qué hacer con el poder. En el DF el PRD tuvo su oportunidad para reconstruir el proyecto de nación, pero decidió más bien por un priísmo más populista.
El 2012 presenta de nuevo otra oportunidad, pero hemos visto una clase política mezquina, pequeña, sin dimensiones de estadistas. Cada quien va por lo suyo, nadie está pensando en sacar a la república de la barranca, todos tienen sus pequeños proyectos de gobierno. Las confrontaciones advierten un país fragmentado en tres tercios.
¿Hasta cuándo? Hasta que haya una renovación de calidad en las élites políticas y gobernantes. El país necesita desgastar y pasar a retiro a la clase política que sigue pensando en el pasado, en las pequeñas parcelas de poder, en la estrategia de grupo. Y como nadie va a contar de nuevo con una mayoría real de más del 66%, entonces es la hora de pensar en alianzas, coaliciones, compromisos históricos para acuerdos plurales entre todas las fuerzas políticas para darle un nuevo despegue a la república.
Lo malo es que en función de candidatos y discursos, los siguientes seis años no encontrarán esa clase política para el cambio. Pero cada sexenio que se retrase provocará más años de posposición. Si México tiene mucho para ser una potencia, carece de una clase gobernante que piense en el futuro y no en sí misma.
Así que no hay tiempo para optimismos. Y sólo queda que la sociedad reclame y sacuda la pasividad de los gobernantes para obligarlos a pensar en la república.
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