
Déjate las drogas… ¡aguas con las gusgueras!
Oaxaca, Oax. 20 de julio 2012 (Quadratín).- En la mínima luz que refleja el arroyo, flota la ondina. En la charca, en la ciénega que circunda la fábrica corren las creadoras del mundo. Frente al mar también habitan esos seres que esperan ser fecundados por el amor de los hombres para que cobren cuerpo y habiten entre nosotros.
Los abuelos recomiendan prudencia y paciencia a los hombres que tienen trato con el agua. Los campesinos, en este valle que habitamos, se guardan en sus casas cuando llega el tiempo de lluvias, esperan pacientes que el agua realice su trabajo en los campos de labranza.
Los hombres de la ciudad se enteran por los diarios de las tragedias que desata el temporal de lluvias. No sólo de los desastres que arrastran árboles por viviendas y calles cuando son arrancados de tajo por el agua, también saben de la muerte de los hombres necios que salen a trabajar el campo a la hora de la tormenta. Ante nuestros ojos se muestra el poder del rayo y la bondad anunciadora de los relámpagos, un trueno nos llena de miedo.
En el patio de nuestra casa están sepultados cuatro hombres. Un día mi abuelo anticipó la gran sequía. Es tiempo de hacer un pozo en nuestro patio, dijo a mi padre.
Contrataron a cuatro ancianos que discutieron toda una mañana sobre el lugar propicio para la excavación. Cuando se pusieron de acuerdo iniciaron su faena. En la tercera jornada, padecieron el primer derrumbe y quedaron sepultados dos viejos.
Los dos ancianos que sobrevivieron acordaron abrir otro agujero en nuestro patio. Cuando mi padre preguntó si no intentarían rescatar los cuerpos de sus compañeros, le respondieron: con ellos pagamos el tributo a las ondinas que nos han permitido mantener a nuestras familias con este oficio, durante tanto tiempo.
Cavaron por tres jornadas. En la tarde del día siguiente, antes que nosotros regresáramos de la escuela no quedaba de ellos ni las barras de acero ni los cabos. Sólo un polvo necio sobrevolaba entre los limoneros.
El abuelo contrató a otros hombres para el trabajo. El pozo quedó terminado en menos de una semana. Ese año nos azotó una sequía tremenda, y el abuelo socorrió a las familias de la colonia con el agua de nuestra noria. La tierra siempre cobra lo que nos entrega, decía el abuelo mientras plantaba rosales en nuestro patio.
En los campos de regadío sólo los hombres viejos cuidan las parcelas cuando sueltan el agua. Entre ellos se cuentan historias de apariciones. Entre ellos se dicen lo que pueden llegar a ver en las noches de riego. Surge la historia del hombre que sale de la milpa y pide a un taxi que lo lleve al panteón, al descender le indica al conductor la ubicación de la casa donde le pagarán el servicio. En esa casa habrá difunto en los próximos días, dicen los viejos. Aparece el relato de la mujer que sonríe a los hombres y los llama desde el maizal. Los hombres que acuden a ese llamado regresan enloquecidos.
En vacaciones, cuando mis padres me llevan al puerto, los pescadores nos cuentan también historias de aparecidos. Relatos sobre marineros que despertaron a media noche y salieron en su bote, pero nunca más regresaron. Coinciden en una aseveración, el mar nos llama. Para bien o para mal, insisten, el mar nos llama.
Allá en la tierra donde nacieron mis padres el pueblo es atravesado por un gran río.
Los barrios están unidos por un puente de metal. En las noches, los viejos de aquel lugar cuentan historias de seres que aparecen junto al agua, en el río, y llaman a los niños. Algunas veces en la playa de ese río los hombres son asesinados. Los cuerpos, rígidos por la humedad, permanecen con los ojos abiertos como si trataran aún de ver el lugar desde donde salió el filoso puñal o la bala que terminó con su existencia. Antes que llegue la autoridad los niños rodean el cadáver y guardan en su memoria, durante el resto de sus días, aquellos ojos abiertos a la luz de la mañana.
El puente mismo de ese río es el escenario de otras historias. Las narraciones de los amores trágicos cobran especial interés entre nuestras tías. Pobres, dicen al término de lo contado, así terminan los enamorados; los que realmente aman nunca pueden llegar a encontrarse y siempre estará en el mundo un puente, la playa de un río, del mar, el camino y la noche para cobijar al amor imposible; en esta vida y la otra, enfatizan entre lágrimas.
Hará algunos años que encontré a uno de los poetas más grandes de nuestro país, Sabines. Le pedí me diera una imagen sobre el mar, el enorme azul que parecía domesticado ante nosotros. El poeta, viejo y enfermo, en los últimos días de su vida, me dijo: dicen que el corazón del hombre es como el mar, nunca descansa.
El corazón del hombre como el mar. Nuestro corazón de agua habitado por la ondina. La ondina que está ligada a nosotros desde el origen de los tiempos. El ser que mora en el agua, la ondina, permanece desde el origen de la vida junto al hombre. Y el hombre, el mortal, siempre levantará su vivienda, un puente, una ciudad, las fábricas, junto al agua que corre.