
Consummatum est
A Facunda y José, y Miguel Ángel y María Guadalupe
Todo lo que poseas tiene que caber en una maleta; entonces tu mente será libre.
Charles Bukowski
Oaxaca, Oax. 4 de junio 2012 (Quadratín).- Para mayo el centro de la ciudad lo habían tomado el sol y las manifestaciones magisteriales contra el gobierno, como cada año. A media mañana de aquel miércoles atravesé las calles cargadas de voces inconformes contra los políticos, sol y moscas.
Tenía que llegar a la peluquería principal de la ciudad, un compromiso ineludible me obligaba hacerlo. Así que me atreví a caminar entre aquel tumulto de personas enardecidas. Nada más andar tres calles me llevó media hora. En medio de tanta gente pude observar a los mismos holgazanes de siempre sentados en las mesas del bar jardín, leyendo el periódico, comentando las noticias, hablando de la gente. Son conocidos como los Miembros de la Mesa de la Infamia. O el Club de los Caballeros de la lengua Viperina. Llegan puntuales por la mañana al bar, llueva o truene. O se manifiesten los maestros en el zócalo y tengan que pasar sorteando toldos y cartones, cuerpos y gritos.
Paso junto a ellos y los saludo: ahí les dejo mi honra para que hagan con ella lo que quieran, les digo dentro de mi e intento seguir caminando entre los cuerpos de mujeres y hombres que se esparcen en lo que días antes era espacio abierto. Si no fuera por ese compromiso al que tengo que asistir presentable, con el cabello bien recortado, me regresaría a casa. Pero el corte de mi cabello y mi barba me ilusiona. Agarro impulso y sorteo cuerpos, pido permiso y avanzo. Pero no avanzo. Mis ojos se detienen en pechos y caderas, rostros de mujeres y hombres que protestas por mejores condiciones laborales y salarios. Sólo intento avanzar. Como dije, media hora de esfuerzos.
Por fin llego. Durante la media hora de mis esfuerzos en mi cabeza sólo retumba una idea: la peluquería va a estar repleta y en el intento de rasurarme se me va a ir el día por culpa de las protestas magisteriales. O algo así. A alguien tengo que echarle la culpa por esta pérdida de tiempo, por este sol y este calor, por este mal tiempo que padezco.
Pero esté miércoles amanecí con suerte, pese a mis malos presagios. Los amplios espejos con que cuenta la céntrica barbería sólo reflejan las diminutas figuras de dos ancianos. Uno de ellos hace equilibrios, pese a sus años, montado sobre una silla, aplicador en mano, y limpia las ventanas del vetusto local que abrió sus puertas a inicios del siglo pasado. El otro, disciplinado, arregla la mañana de ese miércoles, como todos los días desde sus horas lejanas de aprendiz, los aperos de su oficio: navajas y tijeras, brochas de distintas medidas, navajas media luna y con empuñadura concha de carey; cepillos, peines; talcos y alcoholes. Mantas y toallas. Arreglan el local para la llegada de posibles clientes.
Está demás decir que con las protestas magisteriales la clientela se espanta, bueno, todo mundo se espanta, ya nadie se acerca al centro. Sólo la gente del gobierno. Será que entre los criminales se entienden.
Por otro lado, por toda la ciudad se esparció esa bruma llamada estética unisex donde jóvenes que se entrenan en cortar cabellos de mujeres y hombres le invitan a uno a hacerse un corte gratis. Por eso aquellos dos viejos se esperan en conservar su oficio muy del siglo pasado, muy de moda en la época de Don Porfirio. Llego, saludo, y los encuentro confiados en la luz de la mañana. Confiados en que la Naturaleza hizo la división de los sexos.
Los viejos escuchan la música que sale de una accesoria contigua, también del siglo pasado. Ya nadie es propietario de lo que se hizo llamar una discoteca. Ahora nadie acude a comprar discos de acetato o los llamados CDs. Todo mundo compra música en línea, por internet. El negocio de donde sale la música es de un polaco emigrado en nuestro país. De la época de la Segunda Guerra Mundial. Salió de su país en los tiempos del comunismo. Ya nadie habla del comunismo. En fin. Aquel miércoles los viejos escuchaban a Louis Arsmtrong, Sachmo.
Entro y saludo, como dije, y el viejo de menor estatura despliega frente a mí su lienzo impoluto de barbero, como si ya estuviera enterado de mi presencia: ¿Qué corte le hacemos? pregunta. Me hizo sentar en aquella silla de peluquero con respaldo y asiento rojo y manillar y rebordes plateados. Plataforma para descansar los pies ajustable a medida, como la silla de la peluquería de mi pueblo donde mi madre me llevaba a cortar el pelo en los día de mi niñez. Existe ahora una diferencia principal entre las visitas a la peluquería en compañía de mi madre y las que yo hago a la barbería en mi vida de adulto: ella elegía el corte que invariablemente era pelón a rape. Cosa curiosa, ahora solicito al peluquero me hago un corte de tipo corto natural. A mis años no puedo andar por ahí con una melena. Lo que es más, mis visitas a la peluquería las voy espaciando mes a mes. Aún cuando existan manifestaciones en el zócalo de la ciudad.
Al sentir el primer tijeretazo en mis cabellos el sonido del afilado metal me hizo entrecerrar los ojos. Dejé que las suaves manos del viejo me regresaran a mi infancia, a la tierra donde nacieron mis padres. El sonido de las afiladas tijeras tienen un poder sobre mi persona, siempre me ocurre esto cuando estoy en la peluquería., regreso a mi pueblo. Las tijeras sobre mis cabellos, su sonido, tienen un efecto mágico sobre mi persona y sobre mi alma. Será ese magnetismo que significan tijeras, cabellos y peine.
Pero todo está en cerrar los ojos y entrar en ese espacio de túnel o vientre que me lleva a la voz de mi madre y mi padre, muertos ya hace tanto tiempo. Y tras una pelota de beisbol y al patio de la casa donde pasé mi infancia. Luego la voz del anciano que me regresa a este mundo.
___ ¿De qué número el corte de su barba, joven? ciudad.