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Periodistas del New York Times podrán utilizar IA de forma legal
Oaxaca, Oax., 12 de octubre de 2011 (Quadratín).- María Guadalupe, mi hermana, murió hace algo más de dos años: su pérdida fue muy sentida entre familiares y amigos, como todo deceso de un ser querido que fallece a los 50 años de edad. Ella era una mujer de nuestro pueblo, Santo Domingo Tehuantepec, del barrio Santa María Reoloteca o Santa María Reu, allá en el Istmo. Una mujer de otro siglo que nunca faltó a las fiestas de la Asunción de María, cada 14 de agosto.
Mujer de temple y carácter, respetuosa de las leyes de los hombres y de Dios; fue Shuana de la iglesia de Lieza, allá en el lejano Tehuantepec. Habitó a plenitud el mundo de los Shuanas y Shelashuanas, las autoridades tradicionales y religiosas de los barrios.
Resulta que fue por María Guadalupe que conocí el mundo de la Santa Muerte. La historia es esta: como buenos hijos de Oaxaca nos dimos a la migración interior: de los pueblos sin esperanza de vida y crecimiento humano a la capital del estado. Primero abandonamos Tehuantepec, hará 30 años, mi hermano y yo. Que éramos los menores de la familia, luego nos siguieron los mayores. Mi madre se quedó a cuidar la casa, y sus muertos.
Cuando María Guadalupe legó a la ciudad no se integró del todo a las nuevas dinámicas de convivencia y a la vida misma entre el bullicio de gente y máquinas, semáforos y carreras locas por llegar a ninguna parte. Por eso buscó las orillas: alguien, no sé bien quién, le mostró los alrededores, Etla, Tlacolula.
Fue en Tlacolula, localidad con marcada presencia migrante y rural, donde se encontró con una mujer adoradora de la imagen de la Santa Muerte. Mi hermana la denominó su Comadre.
Si toma usted la carretera que va de la ciudad de Oaxaca hacia el Istmo de Tehuantepec, en el último semáforo de Tlacolula, dobla a la izquierda. Ahí, entre el caserío de adobe y tejas, encontrará una casa de material. La propiedad no se distingue de otras de carácter urbano.
Más bien se diría que es la casa de un migrante que marchó a los Estados Unidos y le fue bien, y mandó dinero para construir en su pueblo una casa.
La casa, creo pintada de beige y azul, tiene un corredor que da a la calle. Si uno llega y entra y atraviesa el corredor, al fondo, encontrará la imagen de una mujer de cabellos largos, morena, estatura regular, vestida con ropas en forma de hábito en color morado, color de la pasión de Jesucristo. Sobra decir que su rostro es el de una calavera morena.
En la calle encontrará a hombres y mujeres sencillos, gente de nuestro pueblo, mujeres con trenzas de colores chillantes y mandil largo; hombres de huaraches y sombrero; la calle está sin pavimentar.
Creo recordar que en Día de Muertos le hacen su fiesta a la imagen: música de banda, cohetes, mole y mezcal, mucho mezcal.
La Comadre y el Compadre, el esposo de la mujer, reciben a sus invitados y todos juntos realizan oraciones a la Santa Muerte, a la Niña, como le dicen. Que ese día se ve preciosa, recién arreglada para su festejo.
Por azares de mi vida, de mis días, de mi corazón incordio, llegué a tener problemas de salud. Mi hermana María Guadalupe me visitó un día en mi casa. Como lo hacía desde que yo era pequeño, allá, en el barrio, me hizo un desalojo con hierbas: albahaca y ruda y un huevo de gallina de rancho.
Me dijo que mi espíritu estaba cargado por envidias y maledicencias, por malos deseos de gente que no me quería, que eso me traía enfermo, jodido. Me propuso acudir con su Comadre.
Llegó el día acordado. Salimos rumbo a Tlacolula. Nada me hacía albergar esperanzas: los mismos campos miserables sin cultivar. Los mismos rostros de nuestra gente empobrecida. Los mismos pueblos de gente que espera algo del gobierno y de sus curas. Mal gobierno y peores curas campean por todo el valle, me dije.
Por fin llegamos, en mi cabeza habitaba el deseo de un mezcal. Nos recibió la Comadre, me hizo un desalojo con hierbas, entonó algunas oraciones ante la imagen de la Santa Muerte y contempló por unos instantes, con los ojos cerrados, la palma de mis manos.
Luego salimos, pregunté si debía algo. Lo que sea tu voluntad, me dijo la mujer. Dejé algún dinero y me sentí relajado y sin deseos de beber mezcal. Esa noche dormí como un bendito.
Nunca más regresó la imagen de la Santa Muerte a mi memoria, hasta hoy que hago esta colaboración para la Agencia Informativa.
Pasaron los días y María Guadalupe, mi hermana, volvió a tocar a la puerta de mi casa. Abrí y ella por saludo preguntó por mi estado de salud. Bien, le dije. Todo bien y ya más tranquilo.
Ella pasó y en el corredor de mi casa me contó que había vuelto con su Comadre, a los pocos días.
Ahí le dijo aquella mujer que en lo espiritual había visitado mi casa una noche, que me encontró tranquilo y trabajando: esa noche te vio escribiendo con tu pluma en una libreta, me dijo María Guadalupe.
No me sorprendió el comentario, la certeza con la que hablaba mi hermana. Pero le creí. No está mal ir por la vida creyendo todo lo que dicen de uno. Y además era verdad: yo escribo con pluma sobre un cuaderno de pastas duras.
Pero aquella mañana me dejó una advertencia María Guadalupe: Dice mi Comadre que tú sólo tienes dos entradas más al sanatorio, en la tercera te quedas. Aquí te manda este preparado, lo tienes que beber para que te cures.
En el corredor de mi casa se quedó aquella botella de Coca familiar, dos litros y medio de brebaje. Lo bebí entero en las proporciones indicadas, pero a los meses volví a beber mezcal.
Por estos días de vientos de Muertos vuelvo a recordar a mi hermana, y a sus amistades. Nunca más volví a ver a la Comadre, no sé verdaderamente si sigue con su adoración a aquella imagen de la muerte. No sé si tiene aún a aquel grupo de gente que la seguía.
Hace más de dos años que falleció mi hermana, un mal repentino, apenas le habíamos celebrado sus 50 años con una fiesta grande. Al año de muerta ella murió mi cuñado, Alejandro. Qué se le va hacer, así es la vida.
Por los pueblos de los Valles Centrales sigue corriendo el desconsuelo, la aridez y la pobreza. El mal gobierno y los peores curas. Ahora, para colmo de males, las bandas del narcotráfico llegaron con sus crímenes y secuestros, malos modos; cientos de personas humildes, de nuestro pueblo, buscan a la Santa Muerte, para remediar sus males del cuerpo y del alma.
Ante el desamparo que campea, no tienden de otra. De algo se tienen que agarrar, en algo tienen que creer para caminar sobre este valle de lágrimas.
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