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CIUDAD DE MÉXICO, 21 de marzo de 2016.- Había una vez, en San Pablo Guelatao, un niño huérfano llamado Benito Juárez. Vivía con su tío Marcelino, quien era muy malo y lo hacía trabajar todo el día cuidando ovejas. Solía cuidarlas a la orilla de la Laguna Encantada, donde aprovechaba para hacerse flautas de carrizo, su único juguete. Un día el pastorcito se quedó dormido y se le perdió una oveja. Por miedo a la golpiza que le daría su tío huyó hacia la Ciudad de Oaxaca…
Así inicia, palabras más, palabras menos, el cuento ampliamente difundido y arraigado sobre la vida del pastorcito que llegó a ser Presidente de la República. Tan arraigado está este relato en el imaginario colectivo que en la orilla de la Laguna Encantada, en Guelatao de Juárez, existe una estatua de un niño cuidando ovejas y tocando una flauta.
Sin embargo, las cosas no sucedieron así. El tío Marcelino no era el ogro del cuento del pastorcito que llegó a ser Presidente. Ni al niño Benito se le perdió una oveja y por esa razón huyó hacia la Ciudad de Oaxaca.
La versión del protagonista es otra. Hacia el final de su vida, Benito Juárez García escribió “Apuntes para mis hijos”, un manuscrito dirigido a sus descendientes en el que relata sus orígenes y la historia de su vida.
Sobre sus primeros años, estas son las palabras de Juárez:
«En 21 de marzo de 1806 nací en el pueblo de San Pablo Guelatao de la Jurisdicción de Santo Tomás Ixtlán en el Estado de Oaxaca. Tuve la desgracia de no haber conocido a mis padres Marcelino Juárez y Brígida García, indios de la raza primitiva del país, porque apenas tenía yo tres años cuando murieron, habiendo quedado con mis hermanas María Josefa y Rosa al cuidado de nuestros abuelos paternos Pedro Juárez y Justa López, indios también de la nación zapoteca. Mi hermana María Longinos, niña recién nacida, pues mi madre murió al darla a luz, quedó a cargo de mí tía materna, Cecilia García. A los pocos años murieron mis abuelos; mi hermana María Josefa casó con Tiburcio López, del pueblo de Santa María Yahuiche; mi hermana Rosa casó con José Jiménez, del pueblo de Ixtlán, y yo quedé bajo la tutela de mi tío Bernardino Juárez, porque mis demás tíos: Bonifacio Juárez había ya muerto, Mariano Juárez vivía por separado con su familia y Pablo Juárez era aún menor de edad.
«Como mis padres no me dejaron ningún patrimonio y mi tío vivía de su trabajo personal, luego que tuve uso de razón me dediqué, hasta donde mí tierna edad me lo permitía, a las labores del campo. En algunos ratos desocupados mí tío me ensañaba a leer, me manifestaba lo útil y conveniente que era saber el idioma castellano y como entonces era sumamente difícil para la gente pobre y muy especialmente para la clase indígena, adoptar otra carrera científica que no fuese la eclesiástica, me indicaba sus deseos de que yo estudiase para ordenarme.
«Estas indicaciones y los ejemplos que se me presentaban de algunos de mis paisanos que sabían leer, escribir y hablar la lengua castellana y de otros que ejercían el ministerio sacerdotal, despertaron en mí un deseo vehemente de aprender, en términos de que cuando mi tío me llamaba para tomarme mi lección, yo mismo le llevaba la disciplina para que me castigase si no la sabía; pero las ocupaciones de mi tío y mi dedicación al trabajo diario del campo contrariaban mis deseos y muy poco o nada adelantaba en mis lecciones. Además, en un pueblo corto, como el mío, que apenas contaba con veinte familias y en una época en que tan poco o nada se cuidaba de la educación de la juventud, no había escuela; ni siquiera se hablaba la lengua española, por lo que los padres de familia que podían costear la educación de sus hijos los llevaban a la ciudad de Oaxaca con este objeto, y los que no tenían la posibilidad de pagar la pensión correspondiente los llevaban a servir en las casas particulares a condición de que les enseñasen a leer y a escribir.
«Este era el único medio de educación que se adoptaba generalmente no sólo en mi pueblo sino en todo el Distrito de Ixtlán, de manera que era una cosa notable en aquella época, que la mayor parte de los sirvientes de las casas de la ciudad era de jóvenes de ambos sexos de aquel distrito. Entonces más bien por estos hechos que yo palpaba que por una reflexión madura de que aún no era capaz, me formé la creencia de que sólo yendo a la ciudad podría aprender, y al efecto insté muchas veces a mi tío para que me llevara a la capital; pero sea por el cariño que me tenía, o por cualquier otro motivo, no se resolvía y sólo me daba esperanzas de que alguna vez me llevaría.
«Por otra parte, yo también sentía repugnancia de separarme de su lado, dejar la casa que había amparado mi niñez y mi orfandad, y abandonar a mis tiernos compañeros de infancia con quienes siempre se contraen relaciones y simpatías profundas que la ausencia lastima marchitando el corazón. Era cruel la lucha que existía entre estos sentimientos y mi deseo de ir a otra sociedad, nueva y desconocida para mí, para procurarme mi educación. Sin embargo, el deseo fue superior al sentimiento y el día 17 de diciembre de 1818 y a los doce años de mí edad me fugué de mi casa y marché a pie a la ciudad de Oaxaca adonde llegué en la noche del mismo día, alojándome en la casa de don Antonio Maza en que mi hermana María Josefa servía de cocinera. En los primeros días me dediqué a trabajar en el cuidado de la granja ganando dos reales diarios para mi subsistencia, mientras encontraba una casa en qué servir.
«Vivía entonces en la ciudad un hombre piadoso y muy honrado que ejercía el oficio de encuadernador y empastador de libros. Vestía el hábito de la Orden Tercera de San Francisco y aunque muy dedicado a la devoción y a las prácticas religiosas era bastante despreocupado y amigo de la educación de la juventud. Las obras de Feijóo y las epístolas de San Pablo eran los libros favoritos de su lectura. Ese hombre se llamaba don Antonio Salanueva quien me recibió en su casa ofreciendo mandarme a la escuela para que aprendiese a leer y a escribir. De este modo quedé establecido en Oaxaca en 7 de enero de 1819».
En palabras del propio Juárez tenemos la oportunidad de conocer a un tío Marcelino distinto al que comúnmente se nos presenta. No es el tío malo que explota al pequeño Juárez. No es el tío malo de cuyo castigo huye el niño Benito hacia la Ciudad de Oaxaca.
Juárez nos presenta al tío que le enseña sus primeras letras. Que, en zapoteco, le habla de la importancia de aprender a hablar español. Que lo motiva a seguir la carrera eclesiástica. Que lo motiva a estudiar, a superarse, a salir de la pobreza y la marginación. Benito Juárez salió de Guelatao, triste por dejar a su tío y a sus amigos, pero con la esperanza de un futuro mejor.
Más que un cuento, la vida de Juárez es una historia de superación. Con una visión clara de sus ideales, fuerza de voluntad y mucho trabajo se superó varias veces a sí mismo. La adversidad lo llevó siempre a ser mejor y a generar mejores condiciones para sus semejantes.