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CIUDAD DE MÉXICO, 5 de agosto de 2018.- Las sociedades tienen una tendencia recurrente al paternalismo económico, salvo aquellas en las que el capitalismo salvaje se lleva a los extremos de la competencia entre codicias. Los socialismos, los populismos y las socialdemocracias son un ejemplo de las primeras; los EE.UU., de las segundas.
En mayor o menor medida, estamos asistiendo a un espectáculo mundial: sociedades políticas paternalistas buscan formas de legitimar su dominación operando programas asistencialistas, varios de los cuales debieran ser producto de la competencia del mercado.
Hay dos casos significativos: México y España.
En México ganó las elecciones presidenciales el candidato ex priísta que enarboló el discurso del bienestar proporcionado por el Estado, Andrés Manuel López Obrador; y no sólo ganó las elecciones, sino que lo hizo con mayoría absoluta de 53% que no se veía desde 1985 e hizo recordar aquellas cifras promedio a favor del PRI de 85% en 1929-1985.
Es decir, el votante mexicano detuvo en seco el experimento de sistemas democráticos equilibrados y regresó al modelo de un partido con su caudillo como garantía de bienestar.
México es un caso singular. Cuando en 1975 Santiago Carrillo, entonces líder del Partido Comunista de España, estuvo en México promoviendo la Platajunta para la transición española, se reunió con el entonces dirigente del PRI, Jesús Reyes Heroles, un intelectual orteguiano, y le sugirió un modelo de transición para México como el de España.
El mexicano dijo que no: México no era una dictadura y la prioridad social no era la democracia absoluta sino el bienestar.
El asunto es histórico y ayuda a entender la victoria arrolladora de López Obrador. En 1946, el presidente Miguel Alemán –que transformó el Partido de la Revolución Mexicana de Lázaro Cárdenas en Partido Revolucionario Institucional– promovió una reforma constitucional para definir la prioridad del bienestar sobre la democracia.
Y el texto constitucional importa mucho: el criterio rector de la educación “será democrático, considerando a la democracia no solamente como una estructura jurídica y un régimen político, sino como un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”.
Este criterio justificó los autoritarismos priístas: el bienestar social sacrificando la democracia procedimental.
En tanto que el partido del Estado y del gobierno garantizara tasas crecientes de PIB y de bienestar social, los autoritarismos fueron soportados: 1929-1982, con un promedio anual de PIB de 6%. Cuando la élite neoliberal colocó la estabilidad macroeconómica por encima del bienestar, los gobiernos priístas bajaron el promedio anual del PIB 1983-2018 a 2.2% y desde 1988 el PRI perdió la mayoría absoluta en la presidencia y en las legislaturas y tres veces la presidencia de la república.
Ahora que López Obrador prometió regresar a la relación bienestar-democracia autoritaria del viejo PRI, el electorado le dio su apoyo.
El presidente español Sánchez se encuentra ante la misma demanda: reconstruir el Estado de bienestar, sólo que con restricciones presupuestales. Por eso su plan busca aumentar impuestos para crecer las partidas de gasto para el bienestar.
Pero el problema está mal enfocado: el problema no es cobrar más impuestos para tener mayor gasto social que atienda las necesidades de los ciudadanos y se reviertan las cifras de empobrecimiento; en realidad, el problema puede explicarse de una manera sencilla: el pastel del bienestar tiene invitados, pero en los últimos años ese pastel se ha achicado o ha quedado del mismo tamaño, pero los invitados son más. Por tanto, el dilema radica en buscar un pastel más grande o achicar las rebanadas.
La salida populista es hornear otro pastel en cocinas del Estado quintándole a los ricos vía impuestos casi de castigo. La salida económica es más sencilla: pactar un pastel más grande para que haya más rebanadas para todos los nuevos invitados. La salida tecnocrática –México durante treinta y cinco años– es la de mantener el mismo pastel, irle quitando pedacitos a las rebanadas normales y esas pequeñas porciones dárselas a los más pobres.
Las políticas de bienestar deben tener la salida productiva con mecanismos nuevos de distribución de la riqueza. El 10% de las familias más pobres en México recibe el 1.9% del ingreso, en tanto que el 10% de las familias más ricas se queda con el 35.4% del ingreso.
Pero en lugar de políticas de redistribución del ingreso, el neoliberalismo mexicano 1983-2018 sólo promueve programas de subsidios directos a los más pobres, aunque con la restricción de que la estabilidad macroeconómica no se tienen excedentes y los programas apenas atienden a los más-más pobres con canastas de alimentos y no con empleo productivo.
Los niveles de rezago social exigen nuevas políticas de desarrollo basadas en la producción-distribución y no en fondos para subsidios a la pobreza. No hay mejor programa de atención social que empleo con salario suficiente para una vida sin restricciones. En México la economía informal es del 60% de la producción y el desempleo real disfrazado de subempleo es de 57%. Por tanto, no hay subsidio suficiente para atender exigencias sociales.
Los gobiernos tendrán límites políticos para aumentar impuestos destinados a subsidios sociales. La salida, por tanto, está en el replanteamiento de la política de desarrollo para producir más, emplear más y mejor y dejar que la economía resuelva el bienestar.
López Obrador prometió un subsidio de 152 euros mensuales a 2.6 millones de jóvenes sin ingresos, pero no les ofreció empleo formal con mejores salarios. El subsidio es de apenas 1 1/3 de salario mínimo de 116 euros mensuales.
La salida debe ser aumentar el pastel, no achicar las porciones.