La Constitución de 1854 y la crisis de México
OAXACA, Oax., 16 de abril de 2017.- Este 15 de abril, la Constitución oaxaqueña de 1922 cumplió 95 años y volvió a pasar inadvertida.
Este hecho, extraño en la vida cívica de un pueblo tan politizado y tan religioso como el nuestro, lo explica en buena parte la bajísima cultura constitucional general que caracteriza a los mexicanos.
Si entre estos, apenas el 20 por ciento conoce la Constitución federal de 1917, es de suponer que del texto local están enterados sólo quienes lo necesitan y aplican en la vida diaria y en el gobierno.
En efecto, la Constitución oaxaqueña opera, sólo que en el antiguo contexto de la cultura de la legalidad, es decir, de su uso como instrumento de gobierno y administración, para bien, y para mal.
No se usa, no todavía, como la garantía efectiva del equilibrio entre poderes de gobierno y del cumplimiento eficaz de los derechos y deberes, individuales y colectivos, y menos aún como la brújula de toda la normatividad que emana de ella.
Este reto, que equivale a la construcción de un estado constitucional de Derecho en el ámbito estatal, es el rumbo que gobierno y sociedad debieran seguir, y la única opción que podría convertir a Oaxaca en un auténtico espacio de bienestar.
Así, por ejemplo, la Constitución oaxaqueña desde hace decenios sirve de maestra de ceremonias para la renovación de la gubernatura y el Poder Legislativo, el Poder Judicial, los municipios y agencias municipales.
El acceso al poder y el ejercicio de los derechos políticos no sería posible sin la Constitución, pero, aun así, se conoce muy poco. Desde siempre, la Constitución oaxaqueña se aplica en la entrega del acta de nacimiento, matrimonio y defunción a sus hijos y es la cita obligada en demandas, denuncias, procedimientos y sentencias ante las autoridades locales.
No obstante, desde hace mucho tiempo, la última palabra en estas materias suele pronunciarla alguna de las instancias del ámbito federal, o bien el Poder Judicial de la Federación.
Asimismo, la Constitución brinda el marco de la planeación, distribución y ejercicio de las tareas de gobierno, pero con frecuencia éstas últimas se sacrifican en el borde de la ilegalidad y de la corrupción con “estricto apego a Derecho”, o bien, de plano y cínicamente en su contra, al fin que la impunidad es cercana al 100 por ciento de los casos denunciados y tan sólo 7 de cada mil pesos se reintegran al erario cuando se llegan a fincar responsabilidades.
El calendario sexenal oaxaqueño del poder, con base en la Constitución local, establece formalmente que dentro de los siguientes seis meses al día de la toma de posesión del gobernador este tiene que publicar, previa opinión del Congreso, su Plan Estatal de Desarrollo (PED).
Una mirada a las poco difundidas bases del PED 2016-2022, visible en ped2016-2022.oaxaca.gob.mx, nutridas en las ofertas políticas y demandas sociales recogidas en campaña y expresadas en las urnas el año pasado, adelanta que para el sexenio en curso el gobierno propone:
1. Un Oaxaca incluyente con desarrollo social,
2. Oaxaca moderno y transparente,
3. Oaxaca seguro;
4. Oaxaca productivo e innovador, y
5. Oaxaca sustentable.
Propone, además, tres cruciales ejes transversales: Igualdad de género, Asuntos indígenas, y Derechos de niñas, niños y adolescentes. En un modelo participativo, cualquier persona puede llenar una sencilla encuesta y enviar sus propuestas, además de que pudo acudir a los foros y mesas temáticas cuya agenda prácticamente ha concluido.
En un ilustrativo flujograma, que llama especialmente mi atención, se comprime el marco lógico base de la estrategia de gobierno y políticas públicas que plantea Alejandro Murat para el dolido estado de Oaxaca.
Y llama mi atención porque propone, de entrada, el retorno a la legalidad, que habrá que complementar con el arribo del lenguaje, pleno, de la constitucionalidad que le da sustento.
Así, dentro de la constitucionalidad oaxaqueña, y en el marco del estado laico democrático, no jacobino, caben los derechos de libertad de expresión y pluralismo religioso manifiestos amplia y profundamente en esta Semana Santa –lo mismo el 21 de marzo, día de Juárez, que la sin igual “Procesión del Silencio”– que ahora llega a su fin.
El derecho de tránsito que, del Jueves Santo hasta hoy Domingo de Resurección, no fue estorbado por los empleados en la “industria del chantaje”, la que, por cierto, ya forma parte de la economía real del Estado y alcanzará su cresta, como es costumbre, de mayo a junio.
El derecho al ocio y la recreación que miles de turistas, procedentes del propio Estado, del país, Europa o Asia ejercieron al disfrutar de su riquísimo patrimonio natural y cultural, material e inmaterial, y que no debería ser una simple moda de primavera o verano si no una garantía permanente en la que cumplan derechos y deberes los prestadores de servicios, apoyados por el sector público que debiera iluminar mejor las calles de la capital y aplicarse a la prevención y remedio de su seguridad y limpieza.
El derecho al buen gobierno, cuyo correlato es el deber de los funcionarios de no usar los recursos públicos para fines privados, y que redundó en la dimisión del Secretario General, Alejandro Avilés, incentivada por una cadena de errores, la presión en redes sociales y, a no dudarlo, por la tensión y conflicto entre grupos políticos y del propio gobierno, lo que no debiera reproducirse y alimentarse en el nombramiento del relevo –de preferencia experimentado y sin miras al 2018– en tan sensible oficina.
La constitucionalidad que significa que los administradores municipales no pueden estar por encima de la voluntad popular democrática y, por ende, sobre la supremacía constitucional implícita en el pacto federal, según lo determinó, con todo tino, la Sala Xalapa del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación.
Es, pues, la constitucionalidad y no sólo la legalidad, la que ahora tiene a Padrés, Yarrington, Duarte y una fila más en espera de ser indiciados y procesados por violar, más que la ley, el pacto social y jurídico en que anidan los valores y principios constitucionales que convenimos los mexicanos, sonorenses, tamaulipecos y veracruzanos; a tenerlo presente: los oaxaqueños.
De allí que si un gobierno pasa por las etapas de instalación, apertura, inicio, desarrollo, consolidación, cierre y relevo, la Constitución del 15 de abril de 1922, a contrapelo de las costumbres sociales y políticas, establezca que no son 100 sino 180 días el período máximo para fijar las coordenadas programáticas de su ejercicio.
Desde la instalación, apertura e inicio, desde luego, la transparencia y la rendición de cuentas son obligadas.
Pero, desde que el PED y los programas específicos entren en vigor, el contexto de exigencia y la constitucionalidad de los actos de gobierno y administración deberán ser supervisados y controlados aún más, supuesto el hecho de que el Congreso legislará e instrumentará un proporcionalmente eficaz sistema estatal anticorrupción.
El mandato que los electores oaxaqueños depositaron en las urnas en junio de 2016 es inequívoco y el gobernante lo debe honrar: legalidad y constitucionalidad.
Ahí está la clave del orden y el rumbo que se espera que un auténtico líder sepa estimular en el viciado cuerpo social y político oaxaqueño.
Dejar que ocurra lo contrario traerá, en poco más de un año, o cuando la Constitución de 1922 cumpla su primer centenario –cuya celebración se debiera preparar con sentido del tiempo y el significado– en lugar de un nuevo horizonte, una verdadera catástrofe.