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MADRID, 13 de mayo de 2017.- Una semana en silla de ruedas alcanzó más de un millón de visualizaciones. Es uno de los vídeos de la youtuber de 19 años Esther Cañas publicado en su canal Atrapaunsueño.
Nada insólito en el mundo virtual de estos portavoces de las generaciones más jóvenes.
Pero lo más interesante de esta forma de entretenimiento y de información es que los jóvenes eligen el contenido: donde antes eran atrapados por la caja tonta, ahora ven productos online bajo demanda con lo que disponemos de pistas valiosas sobre sus intereses.
Iñaki Ortega, director de Deusto Business School, lleva tiempo indagando sobre el perfil de estos jóvenes que han nacido con Internet en sus bolsillos y a los que se les ha bautizado como la Generación Z. “Son nativos digitales y nativos en nuevos valores”, asegura.
Y si los Y comenzaron a trabajar con la diversidad (personas con discapacidad, mujeres y LGBT), los Z lo llevarán al siguiente nivel, porque “la tecnología les ha hecho más tolerantes”.
“Pensemos que, desde que tienen uso de razón, han visto a un presidente negro, algo que para nosotros representa un logro. O que tienen compañeros en clase con dos padres o dos madres, por eso no entienden debates como el del matrimonio homosexual”, continúa Ortega. La diversidad, la inclusión o la igualdad de oportunidades son valores que estos jóvenes ya llevan incorporados.
Sonia Viñas, subdirectora de Fundación Universia, lo comparte: “Nos hemos topado con casos en que los hijos dan lecciones a los mayores. Recuerdo a unos padres que mostraron rechazo a que a sus hijos les impartiera clase un profesor con discapacidad. La reacción de los niños, radicalmente opuesta, dejó entrever un nivel de empatía impresionante”. “El movimiento –opina Viñas– es imparable, y el plano educativo, el germen para conseguir esa transformación”.
Sin embargo, los expertos coinciden en que no hay un interés político real por darle un reconocimiento a la inclusión. Escuelas y familias se topan con un problema primario: la falta de recursos adecuados, como el hecho de que a veces haya un solo orientador para todo un colegio; la no formación del profesorado; la inaccesibilidad de los contenidos, de las instalaciones o de las prácticas; exámenes no adaptados; etc.
La mayor barrera, la del prejuicio. “En el imaginario colectivo, las personas con discapacidad llegan a ser barrenderos, operarios, profesiones poco cualificadas. No los vemos curando en un hospital ni enseñando en universidades”, añade Isabel Martínez, comisionada para Universidad, Juventud y Planes Especiales de la Fundación ONCE.
“Independientemente del derecho, tenemos que hacer el camino para que esa parte impuesta trascienda y sea abrazada por lo social. ¿De qué sirve que una escuela sea perfecta en términos de inclusión si luego no encuentro trabajo, ni amigos, ni tengo ocio?”, reflexiona Ana Berástegui, directora de la Cátedra de Familia y Discapacidad de la Universidad Pontificia Comillas. “No vale que la escuela sea el único espacio social que tenga que incluir. Tiene que proyectarlo fuera”.
Otro factor limitante es el de la sobreprotección. “Claro que es necesario sentirse seguro, que existan contextos de protección afectiva, ambiental y social, pero no de sobreprotección: es una línea difusa que exige un profesional reflexivo, que valora las circunstancias, diferentes edades, distintos escenarios. Me preocupa que el chaval sea la mascota de la clase”, subraya Berástegui que reconoce el valor del alumno enlace, y recuerda su propia experiencia en la universidad acompañando a una chica ciega. “El ecosistema cambia, es más creativo,- dice- se hace más cooperativo. Se aprende más y se aprenden otras cosas. Sin contacto, no hay aprendizaje”.
Raquel, alumna con diversidad funcional de la Facultad de Bellas Artes de la U C M, conoce bien la figura del alumno enlace, aunque desde la otra orilla. Desde que empezó la carrera, hace tres años, logra acceder a clase gracias a que compañeros, bedeles o docentes la aúpan escaleras arriba, porque no hay ascensor para que pueda llegar con su silla de ruedas.
Con todo, pertenece a un porcentaje exiguo de personas con discapacidad que asisten a la Universidad. En España, solo el 17,9% de personas con discapacidad en edad activa tiene estudios superiores, lo que explica que su tasa de empleo roce el 25%.
Aunque queda mucho trabajo, la perspectiva arroja un poco de luz: en 2007, la Universidad contaba con unas 7.000 personas con discapacidad; ahora, hay más de 20.000. “Lo que hace 30 o 40 años era una intuición ahora es una convicción: si la sociedad es diversa, no atender al reflejo que esa sociedad tiene sería injusto, pero también ineficiente”, matiza Fernando Riaño, vicepresidente de la Unión Mundial de Ciegos.
“No olvidemos que 1 de cada 5 personas convive con otra con discapacidad. A lo que habría que añadir que cada vez vivimos más, y la edad está muy vinculada a la discapacidad”.
Entender que el talento está en todos los ambientes de la sociedad, y saber buscarlo, es clave para lograr una sociedad verdaderamente inclusiva. Y el pasaporte para llegar a ese escenario es la educación.
Periodista, Ethic
Twitter: @LZamarriego