Cortinas de humo
CIUDAD DE MÉXICO, 17 de junio de 2018.- El neocon (neoconservadurismo) mexicano tomó el control del poder en 1983 y está a punto de perderlo por la fuerza electoral con la que viene el neopop (neopopulismo), los dos, hasta ahora, dentro de las reglas del juego del sistema político priísta.
El temor al nuevo ciclo radica en la posibilidad de que Andrés Manuel López Obrador, un caudillo bonapartista, y sobre todo sus seguidores anti sistémicos y radicales, rompan las reglas del juego democrático.
Las tres reglas de la democracia mexicana –informal, tensionada, irregular, insuficiente, manipulable– hasta ahora han sido el antídoto para una verdadera dictadura: no reelección presidencial, renovación elitista cada seis años y respeto a las normas mínimas políticas de la Constitución.
La ley de la estabilidad del régimen mexicano –por aceptación o por la fuerza– ha sido el mecanismo pendular informal. En 1928 el general Alvaro Obregón se reeligió después de que la Revolución Mexicana estalló justamente contra el reeleccionismo del dictador Porfirio Díaz –con el control absolutista del poder de 1872 a 1911, con siete reelecciones de por medio–, pero ganó las elecciones y días después fue asesinado.
Desde entonces el propio sistema ha operado contradicciones internas que evitan reelecciones de presidentes para evitar nuevos caudillismos. En 1936 el general Plutarco Elías Calles –fundador del PRI como Partido Nacional Revolucionario en 1929– quiso seguir mandando sobre el presidente en funciones Cárdenas y fue subido a un avión y exiliado en Los Angeles. Desde entonces ningún presidente ha podido mandar después de su sexenio.
En cuanto a corrientes dominantes ha habido ciclos políticos: los militares gobernaron de 1920 a 1946, los políticos de 1946 a 1976 y los tecnócratas de 1976 a 2018. Hay un caso singular: el modelo económico neoliberal fue instalado como política de Estado en 1983 por Carlos Salinas de Gortari primero como secretario de Presupuesto y luego como presidente, pero su influencia se agotó en 1994 al finalizar su sexenio; sin embargo, las élites neoliberales han seguido en el poder desde 1983.
Ahora vienen, como péndulo atorado en 1982 y ahora con fuerza de regreso, el populismo con López Obrador al frente en las encuestas electorales. Los populismos anteriores –Cárdenas 1940-1946, López Mateos 1958-1964 y Echeverría y López Portillo 1970-1982– tuvieron ciclos cortos por las contradicciones desarrolladas, pero sobre todo por las crisis económicas derivadas del aumento del gasto social: déficit presupuestal, inflación y devaluación.
Cárdenas fue el líder social histórico más importante por el reparto de tierras, su acercamiento a los pobres y la expropiación petrolera en 1938, pero no pudo imponer a un sucesor radical; y no porque careciera de fuerza, sino porque entendió que una continuidad radical iba a estallar las contradicciones en nuevas fases de luchas civiles internas. Y no pudo, a pesar de haber refundado el partido oficial como Partido de la Revolución Mexicana y haberlo dotado de estructura corporativa de clase como para mantener el control en guerras internas: obreros, campesinos y profesionistas se organizaron como corporaciones únicas del partido y del Estado y representaron a todas las demás organizaciones menores.
El neopop de López Obrador ya está definido, pero todavía carece de posibilidades de viabilidad por su contradicción funcional inevitable: los compromisos de gasto social ante una sociedad mexicana macada por la desigualdad –80% de los mexicanos tiene de una a cinco carencias sociales y sólo 20% vive sin carencias– y las restricciones de gasto público.
El presupuesto de los próximos tres años carecerá de fondos para los programas asistencialistas. Y si llegaran fondos de la reforma petrolera por inversión extranjera directa, todo aumento en el gasto social generará presiones inflacionarias y devaluatorias.
Otro problema grave del neopop de López Obrador radica en sus “nuevos aliados”.
Para fortalecer su base electoral, abrió las puertas de su partido Morena a todo tipo de militantes de otros partidos, de derecha e izquierda, y de paso también incluyó a figuras sociales anti sistema, y a todos les dará cargos en el legislativo.
El PRI operó como sistema político al centralizar el poder en tres columnas –obrera, campesina y profesionistas–, pero López Obrador ha convertido a Morena en un partido licuadora o en una Babel de grupos de todo tipo, sin ninguna ideología central. Ex dirigentes del PAN, del PRI, del PRD y de grupos sociales radicales –como las autodefensas armadas, unas milicias de tipo revolucionario– conviven en Morena y esperar no sólo su rebanada del pastel del Estado, sino sus beneficios.
El problema de López Obrador no estará en ganar las elecciones presidenciales en un sistema fragmentado de partidos, sino que se localizará en la administración del poder ante la atomización de grupos de apoyo que van a exigir cargos y presupuestos. El PRI logró la cohesión interna por ser un partido ideológico y representar a la Revolución Mexicana. Morena es un partido-movimientos –en plural porque son muchos– sin cohesión ideológica y con resentimiento contra el viejo régimen priísta.
El neopop de López Obrador es caudillista, de culto a la personalidad, de líder que suele aprobar iniciativas en mítines masivos en plazas y a mano alzada, sin una política económica definida. Sí hay vida después del neoliberalismo, pero se requiere de un esfuerzo teórico para definir los tres puntos clave de toda oferta de gobierno: modelo de desarrollo/política económica/Estado de bienestar.
López Obrador llegará al poder por su oposición, no por alguna propuesta alternativa. Su neopop es de plaza, no de gobierno y Estado. Y como Chávez y Maduro, sabrá tarde que no es lo mismo acaudillar que gobernar.