Diferencias entre un estúpido y un idiota
WASHINGTON, D.C. 14 de mayo de 2017.- En México había restaurantes de refugiados cubanos y españoles que se reunían para hacer sus previsiones políticas. A lo largo del tiempo se hicieron famosas las frases, con el dedo índice golpeando la mesa: “¡este año cae Franco!”, “¡este año cae Castro!”, repetían muchas tardes, muchos años.
Y nada que cayera alguno de los dos: los dos murieron en el poder de muerte natural.
Hoy es lo que se escucha en los espacios liberales de los EU; “¡este año cae Trump!”, pero nada, porque Trump sigue consolidándose en el poder.
Y pasan críticas y críticas, violencias estadunidenses callejeras tipo Venezuela, y Trump ni se inmuta.
La semana pasada se había anunciado un viaje a Nueva York, y las marchas callejeras en Manhattan lo llevaron a posponer el viaje. Ciertamente, Trump no pudo viajar a la isla liberal del este estadunidense, pero en esos días consolidó su poder aprobando en la cámara de representantes la ley para destruir el Obamacare.
La sociedad política liberal –que no logró la mayoría de votos en las elecciones de noviembre pasado– ha pasado a confrontar a Trump con gritos en las calles, con cierre de universidades liberales para impedir la presencia de conservadores, con la prensa estadunidense famosa por su modelo de información equilibrada hoy parcial en contra de Trump como si fuera un partido de oposición.
El problema de la polarización política en los EE.UU. radica en el reposicionamiento de la lucha ideológica liberales-conservadores en torno al Estado de bienestar social progresista que impuso la revolución liberal de los años sesenta y que la contrarrevolución derechista, tradicionalista, ultraconservadora y puritana de Trump ha ido desmontando paulatinamente.
Las quince leyes liberales de Johnson se están desmoronando a base de decisiones de poder, sin que los progresistas acierten a definir una estrategia de defensa.
En la realidad, los liberales se han atrincherado en las barricadas callejeras con formas violentas de resistencia, pero sin presentar un frente político articulado o alguna estrategia legislativa o de reconstrucción de la mayoría liberal.
Mientras tanto, Trump trabaja con precisión una estrategia de consolidación de su presidencia y de su propuesta para fijar desde ahora la intención de reelegirse en el 2020.
Las encuestas han subido y bajado en función de la oposición liberal, pero con datos que señalan una aprobación promedio de 45%, la más baja de muchos presidentes, pero suficiente para convertirla en piso.
A pesar de una fractura en el frente conservador por la división entre tibios neoconservadores filosóficos y furiosos puritanos tradicionalistas, la derecha estadunidense aparece con Trump al frente, en tanto que los liberales demócratas carecen de liderazgo y tienen que lidiar con una Hillary Clinton que sigue rumiando su derrota culpando a los demás de su propio fracaso.
Mientras los conservadores tienen la agenda de destruir la revolución liberal de los sesenta, los liberales apenas pueden fijar agendas coyunturales de resistencia a decisiones de Trump.
La acción ejecutiva sobre libertad religiosa retrasó el avance de secularización que se había alcanzado en los sesenta; y Trump ha ido avanzando en el recorte de fondos a clínicas pro aborto, ha reducido el apoyo a las artes a su mínima expresión y ha abatido los avances climáticos.
El problema de los liberales radica en su incapacidad política para delimitar el campo de batalla ideológica y de derechos.
Asimismo, en su falta de figuras consistentes. Paradójicamente Bernie Sanders es la figura demócrata más prestigiada, pero su socialismo ahuyenta apoyos sociales y eso a pesar de que la base más importante de Sanders son los jóvenes seducidos por la fogosidad juvenil de su discurso socialista –aunque más bien anticapitalista–; al final, los liberales de siempre prefieren a Hillary o a un decadente Barack Obama.
Las cosas se le presentan complicadas a los liberales. Hasta el The New York Times –que apoyó públicamente a Hillary en la elección presidencial y que se ha convertido en un partido de oposición antitrumpista– regañó en un editorial a Obama por haber aceptado no solo dar un discurso en Wall Street, la sede de la plutocracia estadunidense, sino haber cobrado 400 mil dólares. Un Obama frívolo, por dinero, se metió en la boca del lobo capitalista, bueno, del toro capitalista porque una efigie de toro preside la entrada a la zona oro de Wall Street en Nueva York.
El viejo discurso progresista de los liberales demócratas ha desaparecido del pensamiento estadunidense, lo que ha facilitado –como en otras partes del mundo– el regreso del pensamiento conservador.
Hillary se quiso presentar como la abanderada liberal, pero arrastrando ostentosamente las complicidades conservadoras y plutocráticas de Bill Clinton. Hillary no perdió por las declaraciones del director del FBI por el asunto de los emails ni por la intervención de Putin en el proceso electoral, sino porque no quiso abanderar la propuesta liberal que demagógicamente había mantenido Obama cuando menos como discurso.
Ahora los liberales prefieren gritar en las calles a diseñar una alternativa ideológica, de gobierno y de liderazgo. El pensamiento progresista se ahogó en el avance capitalista del conservadurismo como ideología estadunidense y en la hipocresía antiterrorista de gobernantes liberales demócratas que perdieron de vista el Estado de bienestar y permitieron la acumulación de riqueza ostentosa.
Por eso es que los liberales han comenzado a insistir, con el dedo índice golpeando la mesa, que “este año cae Trump”, mientras Trump consolida su propuesta para permanecer ocho años en la casa Blanca. Así, la culpa de la derechización de los EE.UU. no es de Trump sino de los liberales.
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