Aunque lo nieguen, sí hay terrorismo
Aunque el tema de la IX Cumbre de las Américas en Los Angeles a comienzos de junio parece haberse agotado en la exigencia del presidente mexicano para incluir en la lista de invitados a los presidentes de Cuba, Venezuela en Nicaragua, bien puede considerarse que esa reunión pudiera ser la oportunidad para replantear las relaciones de América Latina y el Caribe con el gigante estadounidense.
Tres han sido las victorias estadounidenses en las relaciones continentales:
1.- El colapso del Muro de Berlín en noviembre de 1989 y la disolución de la Unión Soviética como campo comunista en 1991 representó, se quiera o no, una victoria del capitalismo estadounidense.
2.- La derrota electoral del Gobierno sandinista en Nicaragua en 1990 y la entrega del poder a la derecha culminó la batalla ideológica que no pudo reproducir el fenómeno de Cuba y que dejó atrapado al proyecto sandinista en las redes de los intereses de la geopolítica.
3.- La derrota del presidente George Bush Sr. en 1992 marcó el fin del ciclo intervencionista de Estados Unidos en América Latina que había comenzado en 1962 con la maniobra de la OEA operar desde Washington la expulsión de la Cuba comunista de la comunidad latinoamericana y caribeña. El Gobierno del presidente Clinton inició un largo ciclo de desatención de la zona al sur del río Bravo y que le estalló en 2020 una severa crisis de migración de países empobrecidos que obligaron a sus ciudadanos a tratar de ingresar por la fuerza a territorio estadounidense.
A partir de su definición geopolítica de que llevaría a Estados Unidos a la recuperación del liderazgo mundial en el autodenominado hemisferio occidental, el presidente Biden ha comenzado a poner en práctica una política imperial en sus relaciones con América Latina y el Caribe. La exclusividad de la lista de invitados a la IX Cumbre de las Américas quiere volver a entronizar a la Casa Blanca como el eje imperial de definición de las relaciones en el continente.
A lo largo de 30 años, de 1992 a la fecha, América Latina y el Caribe quedaron al garete y pasaron de la vieja condición de patio trasero estadounidense a verdaderas ciudades perdidas por la desatención de Washington. Solo la preocupación de la Casa Blanca por los problemas sociales que están provocando dentro de EU las olas de migrantes que ingresan al país sin pasar por las restricciones migratorias legales ha justificado el endurecimiento estadounidense de su política exterior regional, aunque sin encontrar propuestas alternativas a los gravísimos problemas de desarrollo, bienestar y violencia en las naciones latinoamericanas y caribeñas y que han sido los motores para redinamizar las oleadas de migrantes hacia territorio americano.
La agenda geopolítica del presidente Biden en la IX Cumbre de las Américas está muy lejos –diríase que años luz– de aquel intento del presidente Kennedy en 1961 con su malogrado proyecto de Alianza para el Progreso, pues al final de cuentas no cumplió con los requisitos del Plan Marshall que aplicó Estados Unidos para reconstruir Europa después de la Segunda Guerra Mundial.
El segundo intento de preocupación de EU hacia su flanco sur continental estuvo desordenado porque se agotó en acuerdos comerciales que no contuvieron proyectos de modernización de la planta productiva latinoamericana y caribeña y que solo consolidaron la facilidad para acceder a los recursos naturales de la región. El único tratado formal que Washington consolidó fue el firmado por México, debido a sus recursos naturales y sobre todo a un mercado de consumo de más de 100 millones de personas.
La IX Cumbre de las Américas no tocará las causas productivas que han generado las oleadas de migrantes hacia Estados Unidos y se reducirá al enfoque solo asuntos que tengan que ver con la violencia como factor de estímulo a la migración. En la agenda oficial de la Casa Blanca se ha subrayado el interés estadounidense en imponer su enfoque de modelo democrático en los países americanos y la preocupación por el auge del crimen organizado en países latinoamericanos y caribeños.
En este sentido, la IX Cumbre de las Américas no cumplirá con los requisitos de un interés por encontrar nuevos caminos del desarrollo, sino que reconstruirán la gente imperial para que los países de la región cumplan las exigencias estadounidenses y obtengan a cambio algunos pocos dólares para impulsar algunos proyectos de desarrollo.
La oportunidad que representa la realización de reuniones internacionales podría preverse como un fracaso de la estrategia estadounidense en América Latina y el Caribe por la unilateralidad imperial de la Casa Blanca que se percibió con mucha claridad en la forma desdeñosa y poco diplomática de anunciar la cumbre no como una reunión formal de carácter multinacional, sino como una especie de curso de capacitación a los países que se siguen negando aceptar las directrices de la Casa Blanca.
Por primera vez en mucho tiempo, Estados Unidos enfrenta una comunidad latinoamericana y caribeña con gobiernos formados por corrientes políticas antiestadounidenses, aunque dependiendo todavía de la economía y el mercado del gran imperio. La configuración de gobiernos de tipo populista en diferentes grados tiene el común denominador de rechazar el modelo capitalista norteamericano, pero sin una estructura regional con capacidad de mercado de producción y de consumo y con fuerza suficiente para generar ciencia y tecnología en función de los intereses de los nacionales de la región.
El fracaso de la IX Cumbre de las Américas ha sido previsible por la presión mexicana para obligar a la Casa Blanca a invitar a países conflictivos del Caribe, Centroamérica y Sudamérica, en medio de evidencias del agotamiento de los acuerdos comerciales que no le sirvieron a Estados Unidos para mantener flujo de recursos naturales ni para considerar –con la excepción de México– a cualquier otro país como mercado de consumo.
Biden tendrá su IX cumbre, pero no reasumirá el liderazgo americano.
El autor es director del Centro de Estudios Económicos, Políticos y de Seguridad.
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@carlosramirezh