
Expondrán Dialécticas surrealistas desde la colección Toledo en el IAGO
¿Qué nos pasó en la mesa oaxaqueña entre el sedoso foie–gras porfiriano y el tronante chicharrón? Aquél fue la estrella en los banquetes del Centenario nacional. El segundo, volvió para darle encanto a nuestra mesa regional, aunque a ambos la Revolución mexicana les pasó encima, como una trituradora. Habían caído los paisanos Porfirio y Pimentel, y en cuanto a la mesa y a la fraternidad social tuvimos que volver al kilómetro cero de la gastronomía. Rocinante tendría más pastura en su establo mientras los oaxaqueños no hallarían en sus platos de sopa algo mejor que lágrimas y lamentos, pues fueron “los años del hambre” en serio. Quizá debido a ello nuestros padres y abuelos no cesaron de fantasear con la comida, a veces de forma delirante. Pero a la larga, uno de los buenos resultados fue el Platón de botanas Coronita, una confederación de sabores tan nuestros que aun nos pone felices ipso facto. La camaradería volvió a nuestras mesas bajo su hechizo, mientras se vivía un prolongado periodo de estabilidad y progreso.
A pesar de que en el siglo XX los periódicos vuelven su atención hacia el “comer oaxaqueño”, no dejan de hacerlo recordando o suspirando por los “viejos tiempos”. A veces se desahogaban con sarcasmos, como para exorcizar los “viejos buenos tiempos” idos ya para siempre; pero ni así escribirán la crónica culinaria de su tiempo ni publicarán recetarios ni la academia mostrará apetito teórico por el tema. En tiempos de conflicto, ¿quién podría mantenerse de buen humor para hacerlo? La parte positiva es que muchos soñadores anhelan crear una exquisita “cocina regional auténtica”, pero ya no afrancesada. Recordemos que entre 1911 y 1932, quienes residen en la Ciudad de Oaxaca vivieron con el Jesús en la boca… y comen entre mal y muy-muy mal debido al subibaja de generales, caudillos y gobernadores.
En este texto describiremos cómo el arraigo popular exprime sus últimas energías con que re–construyó esta nueva identidad capitalina de su mesa con lo que tuviera a su alcance, desde abajo, desde tiempos casi olvidados. El Platón Coronita llegará a ser uno de sus legados más originales, al grado de que se vuelve imitable como negocio restaurantero. Por la época en que es aclamado, ese estilo gastronómico ya es oaxaqueño cien por ciento y muestra tanta potencia que los gobiernos lo aprovechan como un “motor” de nuestro naciente turismo.
Vayamos por partes. Entre 1931 y 1932 el nombre de Oaxaca aparece en las primeras planas. Primero como tragedia, por el terremoto, y luego como resurgimiento cultural, por el hallazgo de la Tumba 7. El “Homenaje Racial” no trasciende al país en ese momento, pero hará germinar una nueva oaxaqueñidad, que más tarde sí se volverá internacional. Fueron los 15 meses que cambiaron el rumbo de Oaxaca. A partir de entonces, la atención de los medios masivos nacionales y americanos sobre nuestra Ciudad serán decisivos en la construcción de la imagen gastronómica de la Ciudad de Oaxaca, una novedosa, en la que el restaurante Coronita jugó un rol estelar, porque gastronomizó lo que fueran despojos y se comían con los simples dedos: asiento, memelitas, taquitos de moronga, chicharrones, patitas de cerdo, barbacoas, etcétera, el corpus de la alacena precarista. Fue un acierto y ensancharía la vía que ya había hecho el modelo gastronómico 7 moles. Éste solemne; aquél juguetón y chispeante.
Retrocedamos al derrumbe del estado nacional, tras el asesinato de Madero y Pino Suárez. Teníamos dos problemas diagnosticados por los impresentables carrancistas: Primero, apestábamos a “porfiristas” y segundo, padecíamos de “fanatismo católico”. Don Venustiano terminaría sus días bajo el “fuego amigo”, pero por lo pronto se propuso “purgarnos” y lo hizo con venganza y saña, una tan agria que para poder tragarla nos despabiló los valores gustativos de nuestro muy añejo pasado. El libro que hoy presentamos habla a profundidad de todo el contexto de nuestra cocina, desde cuando ni siquiera las zapotecas habían inventado el comal ni la tortilla hasta la versión más chic del mole negro. Por eso se hizo en dos tomos, pero hoy solo leeré un resumen de uno de sus capítulos que más estimo, aquel referido al renacer del modelo gastronómico 7 Moles, cuya ricura la ha subrayado Netflix y el paladar francés le ha concedido una estrella Michelín. Quiero agradecer a Cristina y a Carlos por ser anfitriones de esta presentación, que me enorgullece como autor, dado que la pronuncio en el que considero uno de los pilares de la historia gastronómica de Oaxaca. Por ello va dedicada a los creadores del modelo Coronita, doña Carmen Valle y don Raúl Luis.
VIAJEROS EXTRANJEROS: VOCEROS DE UNA CIUDAD MÍTICA
Hubo participantes muy influyentes en la expansión de la fama oaxaqueña en la primera mitad del siglo XX. El escritor Alfonso Francisco Ramírez publicó “Por los caminos de Oaxaca”[1] en 1958. En él resume a docenas de mexicanos y extranjeros que vinieron atraídos por el imán arqueológico y neo–indigenista, que no gastronómico. Luego escribieron en sus países su experiencia oaxaqueña como un “viaje en el tiempo”. José N. Iturriaga[2] recolectó a muchos otros, más contemporáneos. A mí me extraña que no incluyeran a la investigadora de la cocina post-revolucionaria doña Josefina Fernández de León, quien publicó nuestro primer recetario de ese siglo: “Cocina oaxaqueña”, en1964, con guisados, bebidas y postres que conoció y cocinó durante su estancia en la Ciudad de Oaxaca, guiada entre otras por doña Concepción Portillo. Pese a que sus ediciones alcanzaban a miles de mujeres lectoras y cocineras en todo el país, no está en la lista oaxaqueña de visitantes ilustres, aunque lo fue.
El virreinalista Manuel Toussaint nos puso bajo los reflectores nacionales en 1926, denunciando tres cosas en su libro titulado Oaxaca: primero, la ruina de nuestros templos novohispanos; segundo, lo harapiento de los indígenas y, tercero, la comida local de restaurant como una fatalidad. Sin embargo, una joven periodista local apellidada Aragón alcanzó a desagraviarlo en el último minuto de su frustración culinaria. Lo llevó casi a empujones a desayunar un tamal de mole envuelto en hoja de plátano. Toussaint, quien no salía a la calle sin antes atildarse como un dandy, acabó describiendo en su libro el gran elogio de nuestros tamales de domingo. Se había rendido ante su finura gustativa, su aromática y su cromática. Su pluma parecía mantenerse hechizada por la suntuosidad del platillo. Todo Oaxaca le había parecido una “ruina”, excepto aquel anticuado manjar envuelto como un regalo por las chinas oaxaqueñas del mercado. No lo correlacionó, pero el mole negro de los tamales pertenecía al mismo arte que pudo retratar en las fachadas de nuestras iglesias, mientras las hojas de plátano fueron la aportación de las chinas oaxaqueñas.
Pero la hambruna, desnutrición, carestía, escasez, especulación y mercado negro de ingredientes, fueron “el pan nuestro de cada día” en tales décadas en que lo que nos “unía” era la enemistad generalizada. La adversidad alteró las alacenas y forzosamente a las recetas, que se fueron adaptando a las circunstancias. Doña Concepción Portillo lo vivió en carne viva. Por eso el modelo 7 moles que ella identificóen su valioso libro “Oaxaca y su cocina”, de1981,contiene las cicatrices de tales tiempos, pero ahora nos suena como el clarín que al final del conflicto sí anunciaba una victoria oaxaqueña, no por sus generales sino por sus cocineras. Ella da fe de la utilidad del antojito citadino como el factor psicológico que hace más amistosa toda mesa. A diferencia de Josefina Fernández de León, que se preocupaba más que nada del nutricionismo, la señora Portillo sí describe algunas botanas y antojitos, que se gozarán cuando sea posible, porque reafirman el gusto de guisar y el de convivir, aun en medio de las desdichas.
Así pues, ante aquellas circunstancias ideológicas adversas que nos impuso el estado de guerra, doña Concepción Portillo anotó calladamente el festín generacional de lo que sobrevivió de su cocina de los abuelos, de hacendados arruinados, de fandangos y cumpleaños, etcétera. El paladar no desapareció, sino que se adaptó. Era la mesa que le quedó a la capital del estado tras el desastre, esto es: la cocina de chinas, a las que el oficialismo triunfante rebautizará como “proletarias”, para incluirlas correctamente en su victorioso sermón.
Entre muchas otras cosas, la Revolución mexicana impone en todo el país nuevos preceptos alimentarios, acordes a los del “proletariado” y la “modernidad socialista” utópica. Dan risa cuando se leen actualmente, pues copió el modelo nutricionista y vitaminista norteamericano. Los vencedores se obsesionan por “nutrir” a su población porque deberá empuñar como nunca los arados, hoces y martillos, porque para eso les dotó de tierras y les prometió fábricas. Era una patraña. Tierras sin capital de trabajo ni mercados no concretizarán el progreso revolucionario, al contrario. Juzgaron desde sus escritorios que nuestros moles eran telarañudos, que las botanas grasosas solo nutrían nuestro “fanatismo” y que el mezcal nomás perpetuaba la embriaguez de peones improductivos.
Sí me es posible afirmar que el oaxaqueño rural poseían un paladar disfrutativo y gastronómico, y que se entregaban a él con gusto y organizadamente, pero solo a partir de las cocinas y mesas de mayordomías de sus pueblos, donde el plato fuerte debería guisarse con alguna carne. Sin embargo, en Oaxaca la legislatura pro carrancista las prohibió acusándolas por “despilfarradoras y fanatizadoras” de la religión y para remacharlo cerró iglesias y escuelas donde sacerdotes y monjas enseñaban primeras letras. Sin embargo, la fama internacional que ya mencioné nos hizo reservarle un lugar en “nuestra mesa” a un convidado de mucho peso: el paladar norteamericano. A partir de los 1940 se convirtió para Oaxaca en un factor que había que tomar en cuenta: era un comensal aventurero sí, y con creciente influencia en los medios masivos de comunicación internacionales, pero no con el estómago ideal. Muchos fueron arqueólogos, antropólogos, periodistas… Los mercados eran recorridos por ellos cámara en mano, pero aunque desfallecieran no se atrevieron a beberse una horchata, por ejemplo. Solo comían la “cocina internacional” en sus hoteles porque temían esa incómoda represalia intestinal del tlatoani: la venganza de Moctezuma. Lo mismo estaba haciendo Toussaint, quien confesó que aborrecía la hora de comer el estilo internacional o francés en tales restaurantes. Para colmo las zonas arqueológicas de Mitla y Monte Albán, tan masivamente visitadas, carecieron de sanitarios por décadas. Eso no obstó para que le sirvieran al famosísimo torero Rodolfo Gaona un banquete en Mitla. El “Califa de León”, retirado en el cenit de su gloria, turisteaba con su esposa española en Oaxaca. ¿Qué clase de banquete campestre le fue servido en el prehispánico palacio decorado con grecas? La nota solo dice que Samuel Mondragón le cantó aires oaxaqueños, quizá pasodobles y chotices.
Los reflectores comenzaban a dirigirse hacia Oaxaca, aun tan encerrada en sí misma y tan venida a menos. En medio de esa decadencia, brotó de su cabeza la azucena gastronómica. Era como si volviera a palpitar desde los anafres, fondas y cocinas domésticas la mítica princesa Donají, pero como la princesa de las guisanderas de fonda. Los oaxaqueños de entonces abrazaron con más fuerza lo legendario de su terruño. Fundieron el mito con la arqueología practicada en Monte Albán, pues les cimbró hasta la médula el descubrimiento de Caso. No. Ya no eran “cuentos” imaginarios de ancianos desdentados. Era verdad de científicos. Los extremos se acariciaban y la prensa nacional e internacional daban rienda suelta a reportajes con fotografías, opiniones… y fantasías neoprehispánicas. Además, las joyas de la Tumba 7 serían exhibidas a los vecinos de la Ciudad de Oaxaca. Casi podrían tocarlas a través de las vitrinas ¡y eran de oro!… Aunque no pudieron entenderlas, las sintieron como esa parte que le faltaba su ser. Engrosaban su orgullo y reforzaba sus mitos de origen. Todo esto sucedía cuando la capital del estado permanecía estancada en la peor de las penurias y sus zonas arqueológicas y sus joyas virreinales estaban también en ruinas. Precisamente a causa de ello, del asombro colectivo salieron chorros de optimismo y autovaloración, que tuvieron consecuencias gastronómicas. La arqueología mexicana daría más sorpresas en otras lejanas latitudes del país, pero no pondría de pie a una sociedad entera como lo hizo en esta Ciudad en 1932.
EL GUSTO GASTRONÓMICO DE LAS FONDAS LA ABUELITA Y CORONITA
Comer en la Ciudad a mediados del siglo XX tuvo como un parteaguas la apertura de la Carretera Panamericana y la construcción del mercado 20 de Noviembre. Éste fue diseñado específicamente para comideras. Aunque pareciera una nave industrial americana, su tradición gustativa era antigua. No se apartarán de sus platos fuertes que pertenecen al canon de los 7 moles, esa magnificencia cuya mitología da sustento a la autenticidad. El nuevo comensal y el parroquiano deberán comer el menú regionalista. En contraste, los restaurantes clase “english spoken”, que persistieran en ofrecer “cocina internacional y francesa”, ahora deberán encarrilarse en la cocina de moles, tortillas y chocolates… o desaparecerán. El viejo menú, más próximo al gusto virreinal que a la modernidad del régimen postrevolucionario usará como caja de resonancia a los grandes medios de comunicación nacionales, en particular la televisión. La cocina de la Ciudad de Oaxaca nunca había tenido los reflectores encima describiéndola con fruición no contenida. Raúl Velasco, Jacobo Zabludovsky y Jorge Saldaña transmitirán en vivo sus elogios. Don Raul Luis les hace el pormenor de la gula oaxaqueña, no sin un toque de picardía, que exalta lo afrodisiaco de los chapulines y la virilidad del mezcal. La china doña Dina Rodríguez, nuera de La Abuelita, aporta su experiencia cocinera. José Estefan Acar, funcionario tehuano de origen siriolibanés, es el desprendido diplomático que promueve lo mejor del estilo barroco oaxaqueño. Alrededor de la rica mesa común, actuando como un staff, fueron conformando líricamente como un rompecabezas las mejores partes del todo gastronómico que ahora era nuestro blasón expuesto en cadena nacional. Quien viniera a Oaxaca querría comer precisamente eso: lo auténtico, histórico y sabroso. La Panamericana era un aliciente para que los compatriotas emprendieran la ruta hacia estos Valles Centrales. La guisandería de chinas estaba desbordando los buenos ánimos, pero había llegado la hora del nacimiento de un nuevo servicio en la restaurantería. El emergente Coronita captaría muy bien esa naciente “necesidad”, pero ¿cómo? ¿con qué? El Platón Coronita es el inicio de la larga respuesta.
Recordemos a título de paréntesis lo que escribió el teórico francés Jean François Revel acerca de las “cocinas cerradas” y las “abiertas”. No estaba reflexionando del caso de México, sino de Francia, que estaba enredada en una polémica respecto a su propia cocina, mesa y convivio, devastadas por la Segunda Guerra Mundial. Las “cocinas cerradas” son las de la tradición, las que no deben cambiar porque son históricas, porque guardan celosamente la tradición rural. Las segundas son las de ciudad, las vanguardistas, las que deben estar cambiando siempre para seguir sorprendiendo al comensal urbano. En su ADN está la evolución sin fin. Esa es su tesis a grosso modo.
¿Cómo nuestro menú histórico pero tradicionalista y de cocineras anónimas, ejemplo claro de una “cocina cerrada” como es el 7 moles, comenzó a abrirse paso a partir de los 1940’s?
Fue la mano femenina la que puso al mal tiempo buena cara, y sacándole jugo a lo que hubiera disponible en su alacena se convirtieron en las autoras de la evolución desde la gran cocina criolla del siglo XVIII[3], dándole la espalda al afrancesamiento del XIX, hasta re–escribir el gusto popular del XX, vigente aun. En el fondo, fue una astucia para su propia supervivencia y gozo, así fuera gustando un tentempié que se llevaba a la boca con los dedos, estando trabajando, de pié o caminando para realizar un mandado. La voz botana, es bueno saberlo, se refiere a un “remiendo” expedito que se le ponía a una barrica para que no se escaparan las gotas del licor. El uso popular le dio la connotación de aperitivo, entremés, piscolabis, colación, refrigerio o tapa.
LLEGADA DE LA CERVEZA CORONA A OAXACA
Tras sobrevivir a la bancarrota de la crisis financiera de 1929, estrategias de venta más audaces de la Cervecería Modelo harán que se busque a nuevos vendedores en todos los rincones a donde llegue el ferrocarril. La Ciudad de Oaxaca será uno de ellos, pese a estar en el sótano económico. El joven matrimonio de Raúl Luis y Carmen Valle, recién casados y quienes no tienen patrimonio qué perder, será uno de sus protagonistas, pues se la jugarán con la marca en su minúscula tienda de abarrotes, buscando superar los ingresos que los víveres no les dejan. Otras cerveceras industriales ya tenían presencia local a través de antiguos distribuidores, pero eran comisionistas que la vendían por reja. Los Luis Valle hacen otra cosa: la enfrían mucho con hielo picado, y la destapan y la despachan con la memelita con asiento, queso y salsa que doña Carmen, siempre risueña, no paraba de hacer en su pequeño comal de trastienda del mercado. La Panamericana había abierto un flujo de visitantes que había que atender. La trastienda sin nombre llegó a tener tanta demanda que don Raúl vendía un furgón de tales cervezas a la semana. No es ocioso dibujarse esa escena, lo divertido es imaginarnos a su compañía: un furgón de memelitas, de chicharrones troceados, de costillitas fritas, etcétera, etcétera. Coincidió la gran capacidad mercantil del matrimonio Luis Valle con una primera campaña nacional que emprendió la Cervecería Modelo en 1950, a la que llamó “Caravana Corona”.[4]
Los mercados guisan lo que el pueblo llano les demanda. Las chinas hacen malabares para hacer gratas las ollas, dosificando al mínimo las especias caras y los ingredientes que considera “superfluos”. Analicemos por ejemplo las entomatadas, que en el siglo XVIII iban rellenas del complejo picadillo; o las enfrijoladas, que usaban pan francés, pero ante su escasez, las señoras no dudaron en probar con tortillas sofritas para empaparse del caldillo oscuro aromatizado con hierbas. Hicieron otro hallazgo culinario, vigente hasta el presente. El paladar también se va adaptando a las “vacas flacas”. Los chilaquiles serán otro ejemplo. A nuestra incurable añoranza gastronómica le tocará completar todo sazón perdido.
Ahora bien, ¿por qué empleo el nombre de un restaurante en particular, el Coronita, y no el de una fonda del mercado? El núcleo socieconómico de ambos fue el mercado de la Ciudad de Oaxaca. Su clientela primigenia también. La fonda La Abuelita, por ejemplo, nació de un anafre callejero, en la esquina del antiguo templo de San Juan de Dios,[5] hacia 1890. El Coronita, aun sin nombre,surgió también del anafre y comal pero improvisado en una tienda de abarrotes, que abrió sus puertas frente a la fachada lateral del mismo templo, medio siglo después. En cuanto a autenticidad e historicidad gastronómica no hay diferencias sustanciales. Las comenzará a haber en el servicio, que les marcará rumbos paralelos, pero no idénticos. Esa innovación del servicio en la gama de la restaurantería de la Ciudad de Oaxaca fue como le dieron al clavo y pronto colocaría al Coronita en un nicho de mercado, que ofrecería al cliente una mesa, ponerse cómodo, ir a lavarse las manos y escuchar una marimba que complace a la chorcha con su suave cadencia provinciana. El concepto de servicio hoy parecería una obviedad, pero no entonces. Pondré un ejemplo. Su competencia estaba en los ricos moles de la fonda “Doña Elpidia”, que poseía una guisandería de primera. Sin embargo aquella nunca tuvo más que un único mesero. Había decidido quedarse petrificada en la mesonería del siglo XVIII… y decayó. Con su establecimiento y su presencia en la TV, el Coronita hace pasar de cocina emergente a cocina regionalmente fuerte a la de la Ciudad de Oaxaca y desde entonces sigue progresando en este rubro. Por otro lado, las fondas dentro del mercado hacen otro tanto, pero al ser tan pequeñas, obligan a la rotación de comensales ante la demanda por lo que es imposible que haya sobremesa, como sí se da en el Coronita. A éste le tocará estimularla y para ello nada mejor que el estilacho del mesonero don Raúl, encantador cuando servía sus mesas. Era un anfitrión exquisito y a través de sus manos nos llegaban las delicias humeantes y las bebidas hidratantes.
A la joven Carmen Valle, ya famosa por su fogoncito y quien madrugaba en su tiendita para hacerse de mercado, los locatarios comenzaron a llevarle ingredientes para que se los cocinara pagándole el servicio. Todo era modesto, excepto su gran sazón. Doña Carmen, huérfana, había aprendido en la escuela de monjas a sacarle la mejor parte a lo más pobre de la alacena, a los despojos, a los huesos, a las hierbas, a los chiles secos, a las tortillas y a los frijoles, a la manteca, al asiento, a la carne oreada, al queso y al quesillo de Etla, a los caldos y las sopas y no se diga a los guisos de fiesta: Moles y estofados. Encender el carbón de un anafre y dominar un comal, eran cosas que había aprendido desde chiquilla ayudando en la cocina del convento del Divino Pastor, cuyas monjas –quienes le habían dado albergue– recorrían las calles solicitando “por caridad” alimentos para sus pupilas. Esa fue su escuela.
Por su parte, quien llegaría a ser su esposo, había nacido en el barrio de “El Niño [Dios]” en la antigua Villa de Zaachila, por eso conocía muy bien toda su cocina basada en el cerdo, oficio y obraje que les venía desde el virreinato: costillitas fritas, chicharrones, biuxes y asiento, patitas en vinagre o en escabeche, sangrita o moronga… y salsas picantes pero sazonadas. Cuando joven vendía en otras poblaciones del Valle estos productos en sus días de plaza semanarios y eso le llevó a conocer a muchos productores que al paso del tiempo se convirtieron en sus proveedores de barbacoa, tortillas, mezcales, panes, chiles, hortalizas y demás. Su carácter amistoso y la seriedad en el trato hizo que ese vínculo entre posadero y productor se mantuviera por años, repercutiendo en un estándar de calidad en sus platillos cuando, por razones de su éxito, buscó un local propio más grande. Lo halló hacia 1948 en donde siguen sus puertas abiertas hasta la fecha, en este domicilio, donde no quiso abrir una cantina ni una fonda, sino un restaurante familiar.
Como dije, la Ciudad buscaba cómo modernizarse. Halló la clave intuitivamente. No existía el marketing, pero algunos poseían la sensibilidad que antecede a esa herramienta profesionalizada de hacer negocios. Don Raúl sabía que en el servicio podían caber novedosos componentes por descubrir. Piensa y repiensa cómo sorprender siempre a su clientela. Ésta no ha ido a nutrirse, sino a placerse. Así pues, dado que el platón Coronita iba a tardar un poquito, una clayuda tostada con asiento y queso fresco espolvoreado aparecía como por arte de magia del brazo extendido de don Raúl Luis, que así sorprendía a todos. Ni siquiera había uno visto la carta cuando la sensación crocante de una primera mordida nos auguraba lo mejor. Se trata de la clayuda primigenia, de barrio, de la que no dejamos ni las morusas. Así fue antes y así es hoy.
Carlos, es una fortuna tenerte a mi lado. Compártenos la radiografía de tal delicia, por favor:
“La tostada se hacía con maíz de Zimatlán, se cocía por leña traída de los montes de Huayapan; se embarraba con asiento de Zaachila, se espolvoreaba con queso fresco de Etla, sobre un comal de barro de Tlapazola, recubierto con cal de San Antonio”… Los tres Valles Centrales intervinieron para hacer esta delicia gourmet a partir de una clayuda rústica, pero dorada tan finamente que su crocantez aun sublima a la tortilla de maíz, cuando pareciera que una tortilla de maíz ya nos lo había dado todo.
Los mayores estimulaban la plática con un destilado diáfano de Santa Catarina Minas. El paladar, así agasajado, invitaba a pasear la charla, antes de entrarle al lento verano de los moles y sus aromas, platos de gran estilo, como el negro y el chichilo, especiados, oscuros y a la vez brillantes; los herbales como el amarillo y el verde; los dulzones: como el coloradito, colorado y manchamanteles; y los de frutos secos como los almendrados, además estaban los ricos caldos. Luego, para enjuagarse la boca y dejarla presta para las mieles y turrones se recurría a la nieve de leche quemada con tuna, o limón rayado, y enseguida a la gula de la dulcería conventual en el postre. De digestivo, un te de “yerba de borracho”. Nada nos había quedado del menú afrancesado para entonces. El menú regio son los moles de la tradición, el sazón es lo que aportan las chinas y en el Coronita comienza la innovación de retomar en serio el entremés, ese picoteo que rompe el hielo, que abre el apetito, que nos conecta con lo más grato de nuestro pasado a través del paladar.
“El Platón Coronita” no tiene antecedentes en la restauración local de su tiempo. Las cantinas de antes pudieron haber servido botana toda desencuadernada, pero no crearon el “Platón Coronita”, ese servicio integrado por variados entremeses golosos que se convertirían en el platillo insignia del joven restaurante. Según la prensa local de la primera mitad del siglo XX, a la hora de botanear, la mayoría de cantinas practicaban el deporte de “dar gato por liebre”… amén de ser loberas de machos. Las fondas del mercadotampoco se esmeraron en conjugar botanas diversas en un solo servicio, pues su clientela demandaba mesa, no sobremesa.
Al agregar las cervezas y los mezcales, el Coronita no sacrificó la botana, al contrario, la sazonó con todo el garbo posible, pero su precio no dejó de estar al alcance de la clase popular, que hizo suyo al famoso platón que, poseyendo el lenguaje universal del paladar se disfrutaba creando de inmediato un ambiente feliz, sin distinción de clases sociales, sexo ni edades.
Al Coronita llegaban tanto la élite política e intelectual, como las clases populares y altas, el vecindario de paladar a la antigua así como el curioso forastero. Se convirtió en el sitio donde se citaban a comer el matrimonio de Rufino y Olga Tamayo y sus amistades, por lo tanto, allí llegaban periodistas locales e internacionales, intelectuales, sus invitados extranjeros así como funcionarios. Tamayo era por entonces el rock star del arte contemporáneo mundial. Tenía gustos gastronómicos muy oaxaqueños, pese a que en su pobre niñez Oaxaca no le ofreció mayor cosa, pero él magnificaba en su orfandad infantil el placer de las golosinas populares que quizá entonces sólo se comió con los ojos.
Hacia los 1970’s el platón Coronita causaba verdadero furor. Pediré a Cristina me ayude a describir sus elementos, porque nadie mejor que ella para hacerlo:
Carnita de cerdo frita, costillitas en adobo con vino blanco, sangrita con harta yerbabuena, trozos de chicharrón, manitas de puerco en escabeche, memelitas con asiento, barbacoa de chivo, queso bien asado y aromático, quesillo que olía a hierbas, chintextle muy pero muy picante, otras salsas sabrosas, consomé del día, rociado todo ello con cervecitas “Coronitas… tan buena la grande como la chiquita”…
Tanto La Abuelita como el restaurante Coronita ylas aguafrescas de Casilda aun mantienen sus mesas abiertas, plenas de sabor y calidad, soportadas por el valor culinario de la autenticidad, es decir la confiabilidad de su legado. Otros restaurantes imitaron la fórmula y tuvieron éxito, pero ya cerraron sus puertas: Doña Elpidia, Clemente, Cabo Kennedy, Yalalag, Mi Casita, Ñuu Luu, El Típico y La Flor de Oaxaca. A principios del presente siglo los chefs modernizarían el estilismo, sin cambiar de alacena. Los tiempos no se detienen y recorre el mundo una tribu llamada “nómadas gastronómicos”. Eso es lo actual. Su paladar tiene influencia a través de las redes, lo que puede ser bueno, pero la experiencia nos dice que podrían publicar juicios erróneos o maliciosos.
Antes de concluir demos un corto pero último paso atrás del modelo Coronita, porque debo mencionar que la sociedad capitalina había tenido que superar un desánimo general a causa del terremoto, los conflictos y tragedias que parecían no tener fin. Por los años de 1940 no se estilaba “salir a comer a un restaurante, ni festejar en él un onomástico”, me dijo don Miguel Ortega cuando le entrevisté sobre la cocina de mediados del siglo pasado. Remontémonos a una época donde las ollas estaban secas, pero la inquietud social bullía a lo loco y no faltó el nito que publicara sus diatribas con la tinta renegrida de su bilis. Me refiero al periodista Ernesto Hernández, apodado “don Argumento”, por haber titulado así a su pasquín. En éste publicaba “recetas” no para matar al hambre, sino de risa a medio Oaxaca, pero de odio a la otra mitad. Sus páginas polarizaban “la lucha de clases” oaxaqueña, siendo él su propio agitador. Por ejemplo publicó entre muchas esta receta de su repertorio de “chef anarquista”: “Regidores en escabeche. Los regidores son “deliciosa ave de corral” –es decir unos gallinas…–. Este bocado es exquisito pero sabiéndolo condimentar. Para ello escoja a un regidor, gordito, déle un baño de lejía, después téngalo en vinagre, siquiera unos doscientos años, procurando que la salmuera sea hecha de formol, creolina o de amole, enseguida con una amoaza –rastrillo de caballeriza– o con una teja refriéguelos escrupulosamente en los pies hasta quitarles una especie de chichilo que tienen en estos miembros… etcétera. Cocina delirante o surrealista. En último caso incendiaria.
Boquiflojo, don Argumento pone en práctica sus palos de ciego gastronómicos, buscando eliminar a todo lo que según su olfato huela a religión o a porfirismo afrancesado. Pero es en su publicidad en donde hallamos algunos datos interesantes del comer en tales épocas en la Ciudad de Oaxaca. Por ejemplo a la botana la llama abrehambres y se sirve exclusivamente en las cantinas. Da razón de algunos nombres, pero no pasa a describirlos gastronómicamente. Sí en cambio, para seguir amoscando a los porfiristas, declara su asco tanto al coñac como al pulque y sus elogios pantagruélicos al destilado de agave: “No tomar el exquisito mezcal de Chucho Ortiz, –dice– es tanto como entregarse amarrado de pies y manos a sus enemigos. Sálvese, aliméntese, nútrase tomando el mezcal de los bohemios”… Los mezcales más afamados por el proletariado, señala, son los de Catarina Minas, el Amatengo y el de Ejutla.Gracias a sus anuncios sabemos que la cantina “El Cisne” ofrece de botana tacos variados; aunque se ahorra decir de qué, informa que le consta que en tal establecimiento sus fichas de dominó las han restregado con agua y jabón. Nos dice que en la cantina “La Unión” amén de beber cervezas, se puede comprar el mandado, el azúcar y pastas para sopas; que en la cantina “El Bosque”, sirven de botanita chicharrones “sin granos” y usan palillos “nuevos” y no “baboseados”, como acostumbran sus competidores. Señala que si uno es cachado con una copa de mezcal en la mano es evidencia de estar en el bando de los buenos, pues es la bebida del pueblo. Conoció las cantinas de Oaxaca como nadie. Sus burlas son ocurrentes, pero vitriólicas y sus recetas prosaicas. Medio Oaxaca quiere matarlo con su propio periódico como si fuese esa mosca que hace necios círculos sobre el plato de mole. Sus artículos han llevado a huelgas locas y a conflictos laborales que acaban con el cierre de modestas empresas. Él mismo escoge los postes donde colgará a sus “enemigos de clase” y los exhibe… Como consecuencia, los habitantes de la Ciudad se saben irritados y se miran entre sí con recelo. Don Argumento se mofa del gobernador García Vigil, quien yace anestesiado en un quirófano. Hasta que llega un día en que enrolla su lengua viperina en el cuello del arzobispo y éste lo excomulga con una bula clase relámpago y desde cada púlpito de la ciudad le tiran con todo, como a un payaso de circo. Decide huir, pues a su enemigo García Vigil lo terminarán fusilando y ha pisado tantos callos que ya no encuentra sombra que lo proteja. Huye de la ciudad, a la que tanto ha vapuleado, pero no sin antes derramar la última gota de veneno con esta rimada crítica neo/azteca dirigida al señor gobernador. Un chivo en cristalería sería un muñeco de peluche en nuestro sillón, pero él, socarrón y provocador publica una diatriba contra la costumbre tan oaxaqueña de ir al Lunes del Cerro. Escribió lo siguiente[6]:
“El Lunes del Cerro. El Lic. Camacho ha escrito un primorosísimo artículo publicado ayer bajo pseudónimo de Mazepa con motivo del lunes del cerro en donde dice que se tomaba[n] en el Fortín, los “tamalli” y el “atolli” en los “teocalli” que elaboraban los de Xochimilli” y digo yo que es una “lastimalli” que el “Gobernadolli” tenga de “diputalli” a un “holgazanalli” que se ocupa de tales “babosadallis” habiendo otras cosas tan “interesallis”.
Aun tomándolo como guasa, nuestro robespierre de huarache se había pasado de tueste. Irrita como un chile crudo. Reflejaba que la “oaxaqueñidad” en su tiempo había caído en un abismo. Ese personaje había abusado de su intolerante pluma, pero la psique local ya estaba buscando otra cosa de qué asirse antes de autodisolverse bajo la presión de los anarco revolucionarios, y la fue hallando en una nueva fraternidad que cuajaría a paso firme a partir del “Homenaje Racial” en honor a la Ciudad de Oaxaca, por el cuarto centenario de su fundación, justamente en el Fortín, un Lunes del Cerro del 25 de abril de 1932. Este festival popular y escolar de música, danzas, trajes regionales y la antojería popular en plenitud, ejecutado en el cerro del Fortín en el mes de abril, incendió la esperada aurora de la convivialidad del oaxaqueño. Un relámpago la había inspirado apenas antes: el hallazgo de la Tumba 7 de Monte Albán. Por fin, bajo el cielo azul oaxaqueño, las leyendas del mundo mesoamericano y del barroco empezaban a estrecharse la mano y comenzó un momento inolvidable.
El Platón Coronita es, me parece a mí, la expresión de una anhelada fraternidad que se expresó con el vocabulario de la gastronomía popular, cuando más lo necesitábamos: Como una cocina que sacia, sí, pero sobre todo fortalece el corazón de sus comensales.
Claudio H. Sánchez Islas.
Leído 9 de abril de 2025 en la Ciudad de Oaxaca en la presentación de los tomos 1 y 2, en segunda edición, de Historia y gastronomía de la ciudad de Oaxaca.
[1] Francisco Ramírez, Alfonso. (1958). Por los caminos de Oaxaca. México. Talleres Gráficos de la Nación.
[2] Iturriaga, José N. (2009). Viajeros extranjeros en el estado de Oaxaca (siglos XVI–XX1). Gobierno del estado de Oaxaca. El autor escribe de gastronomía nacional, de viajeros, es miembro del Conservatorio de Cultura Gastronómica Mexicana y participó en la elaboración del expediente con el que la UNESCO declaró Patrimonio de la Humanidad a la cocina mexicana, en 2010. Para más infomación: http://www.joseiturriaga.com/
[3] La recetaria que contienen los libros Anónimo de 1829 y José Moreda, de 1832.
[4] Alrededor de esa campaña publicitaria varios negocios de comida asumieron el nombre de esa cerveza de la cual eran clientes, en todo el país, quizás entusiasmados o alentados por el crecimiento de su preferencia entre la clase popular. En Oaxaca hubo un refresco local llamado “El Rey”, que aparecía en los actos protocolarios de los Ayuntamientos en los pueblos rurales de Oaxaca. Me tocó ver cómo ornamentaban su presidium con tal refresco, que poseía tantos brillantes colores como saborizantes de frutas ofertaba. En muertos, en los panteones, los dolientes llevan Coca Colas o cervezas en su envase original y los colocan al pie del altar o de la tumba de su difunto. Es un tema que han descubierto y aprovechado los fotógrafos, pero no los etnógrafos.
[5] Allí se fundó, según la tradición, la primera ermita fundacional de Antequera, dedicada a Santa Catarina Mártir y fue en los primeros años de la colonización la primera catedral de Oaxaca.
[6]Julio 17 de 1922.