Economía en sentido contrario: Banamex
OAXACA, Oax., 18 de octubre de 2020.- La historia de la civilización occidental ha sido y es la lucha por el derecho a gozar y ejercer equilibradamente derechos individuales y colectivos y no privilegios exclusivos o deberes desproporcionados. Nada fácil.
Para lograrlo hemos registrado la marca del reconocimiento escrito de derechos y deberes junto con el pluralismo, la diversidad, la representación política, la separación y el control de los poderes de gobierno, además de la independencia de los jueces para zanjar posibles conflictos.
En pocas palabras, inventamos la constitución democrática y debemos creer en su valor
Solo que en la cultura política de nuestras sociedades se enfrentan varias preferencias sobre tales contenidos.
De un lado, están quienes prefieren los derechos individuales, la autonomía personal, la mínima intervención del gobierno en economía, política, sociedad y cultura, y maximización de la competencia, productividad y los intercambios comerciales.
Son los liberales conservadores que optan por la democracia electoral representativa.
Del otro, tenemos a sus contrarios clásicos, que buscan equilibrar derechos individuales con los colectivos, la intervención del estado para regular, extraer, redistribuir, nivelar y reproducir recursos en términos más cooperativos y sostenibles para asegurar la estabilidad social.
Son los liberales socialdemócratas que complementan la democracia representativa con los mecanismos de democracia directa, como son las consultas populares, los presupuestos participativos y las iniciativas ciudadanas.
A esas dos posiciones, desgastadas debido a sus limitaciones, bloqueos o inefectividad relativa, que han agudizado la desilusión y polarización social de poblaciones ávidas de ejercer derechos en un contexto globalizado por la revolución digital, se suman otras en los dos extremos.
En el extremo derecho, los ultraliberales desean conservar y consolidar el estado de cosas logrado porque estiman que las desigualdades son naturales, proporcionales, incorregibles y hasta necesarias para mantener el orden social, amenazado por los de abajo que deben conformarse con su papel eterno.
El populismo de derechas apela a las emociones de las elites, las clases medias altas y los que profesan valores esenciales (raza, tierra, propiedad, patriarcado) para sostenerse en el poder hegemónico. Su motor es el miedo.
En el otro extremo, en el izquierdo, militan quienes no reciben beneficios suficientes o de plano están excluidos del estado, el mercado o la sociedad, de modo que quieren no solo
entrar sino apropiarse de ellos lo más posible. No solo demandan ser incluidos sino utilizar aquellos instrumentos para su beneficio tanto tiempo postergado.
El populismo de izquierdas agita las emociones de los que tienen poco o nada y quieren decidir de manera directa sobre los intereses suyos y de los otros, entre otras cosas para compensar sus perdidas y, de ser posible, modificar las causas de fondo. Su motor es el agravio y hasta el resentimiento.
Los dos populismos suelen personalizar al líder y circundar el estado de derecho bajo la consigna de que más bien se trata del derecho del estado que opera en forma de escudo frente a sus intereses postergados y burlados.
Cuando, como en Bolivia, México o Estados Unidos, llega el momento electoral las cuatro orientaciones precitadas intensifican su pugna evidente y ponen a prueba el marco jurídico e institucional, ya para entonces muy debilitado.
Ponen a prueba el principio central de que todas y todos tenemos derecho a la democracia, a los derechos y a que se nos garanticen libertad, igualdad y fraternidad formales y sustanciales.
Ese derecho requiere la actualización constante del marco constitucional y su aplicación para que las cuatro preferencias convivan y no rompan la casa común.
Los poderes políticos y de gobierno: presidentes y congresos, y los de garantía y control: órganos autónomos y poderes judiciales, todos deben operar en el sentido de la Constitución.
Deben orientarse en el sentido de que la democracia sea cada vez más inclusiva, igualitaria y eficaz, y no un instrumento para los objetivos excluyentes de unas u otras.
El derecho a la democracia es el derecho a la Constitución. Es el derecho a los derechos y sus garantías. Es la corresponsabilidad con los deberes de asegurar el interés público. Es el derecho a la justicia.
La justicia no es y no debe ser la que sirva al poder gubernamental, sino la que apoye al poder de la Constitución democrática.
La justicia de la Constitución democrática, si lo es, deberá asegurar el balance entre las cuatro orientaciones de la cultura política de nuestro tiempo mientras estas no traicionen el propio marco jurídico que han contribuido a construir.