Cortinas de humo
CIUDAD DE MÉXICO, 12 de mayo de 2019.- Alan Bennett es uno de los autores británicos más queridos, autor de celebradas obras teatrales como Habeas Corpus y La locura de Jorge III y guiones cinematográficos y piezas televisivas que son una delicia, entre ellas Un inglés en el extranjero -que algún malvado columnista tradujo en el pasado como “El hijo de la pérfida Albión viaja fuera del Imperio”, hágame usted el favor.
Hoy comparto con el lector un bocado de cardenal (literario) muy a modo para la temporada de vacaciones: Una lectora nada común.
En esta novela corta -o cuento largo- que tiene como centro la lectura y el acto de leer, en lugar de una perorata como las que los bienintencionados asestan a los no lectores, Bennett crea una situación ingeniosa y divertida: pone a la reina Isabel, cerca de los ochenta años, a descubrir el placer de la lectura. Y da vida a un asistente, Sir Kevin, como burócrata guardián de la ignorancia y por lo tanto de la tranquilidad, pues se echa a cuestas la tarea de intentar alejarla de los libros.
Por accidente, como ocurren muchas cosas importantes en la vida, la reina Isabel comienza a leer y su interés va en ascenso hasta convertirse en una obsesión. La Reina, con la gran cantidad de compromisos políticos y sociales que debe atender, ha estado toda su vida ajena a la lectura. La obra aborda algo que no es ficción: las personas que leen son extrañas, la gente desconfía de ellas, creen que el influjo de los libros las lleva a actuar diferente, que viven en un mundo distinto y son poco confiables. Mas para esto está allí el fiel servidor Kevin: ¡para alejarla de esta mala costumbre!
Bennett recrea -más bien caricaturiza- a la clase política como no lectora. En una recepción oficial, un imaginario presidente francés se alarma cuando la reina lo interroga sobre Jean Genet, de cuya existencia el mandatario no tiene la menor idea, y con la mirada busca desesperadamente a su ministra de Cultura para que lo saque del aprieto.
Aparece tan inusual que una jefa de Estado sea lectora empedernida, que si lo hace en público debe ser con una lectura políticamente correcta, para no enviar un mensaje equivocado. Los publicistas del reino sugieren emitir un comunicado de prensa para informar que la Reina “gusta de leer a los clásicos”, para justificar la elección. Las figuras públicas parecen no tener derecho a leer por placer, pues como dice el asistente Kevin, “tendríamos que asociar sus lecturas con una finalidad más amplia: la alfabetización del país entero por ejemplo, o mejorar el nivel de lo que leen los jóvenes”. De otro modo, una Reina que lee se percibe como “no disponible”, como “egoísta”.
Todo, lo que se lee y lo que no, tiene una lectura política. Cuando la Reina intenta modificar su imagen en televisión y propone aparecer con un libro en la mano, de inmediato se le cuestiona sobre el libro a seleccionar. Ella escoge un poema de Thomas Hardy titulado La convergencia de dos que habla del encuentro del Titanic y el iceberg. Mas el Premier, nada divertido, advierte que es un mensaje que no puede suscribir el gobierno, pues al público no se le puede permitir pensar que es imposible controlar al mundo. “Es un camino que conduce al caos, o a perder las elecciones, que es lo mismo”.
Este tipo de pasajes puede mover a risa por la exageración, pero quien se ha movido en los medios sabe que son interpretaciones a cargo de “asesores políticos”, ya que vivimos en un mundo de percepciones donde no importa mucho lo que ocurre sino lo que se piensa que ocurre.
Sacarse de la manga el título “La Biblia” cuando le preguntan a alguien sobre sus lecturas, especialmente cuando estas no existen, es un recurso común y Bennett lo retrata de manera divertida. Es la respuesta que da un súbdito cuando la Reina le pregunta qué está leyendo. Se trata de una salida fácil porque en la pérfida Albión casi todo mundo tiene un ejemplar en casa. La trama no es un secreto para nadie y es difícil someter a prueba al supuesto lector.
Una imagen afortunada que consigue Bennett sobre el acto de leer es cuando la Reina cae en la cuenta de que a los libros no les importa quién los lee: lo mismo puede hacerlo una reina que la persona más plebeya del Reino. En la lectura no caben jerarquías. “La lectura es una mancomunidad, las letras una república”, piensa el personaje-Reina cuando descubre el significado de la expresión República de las letras: los libros no se someten. “Todos los lectores son iguales y eso los remota al comienzo de sus vidas”.
Bennett aborda algo que todos hemos experimentado: lo insulso -e insultante- de los discursos y las peroratas políticas. Excepto algunos que ha recogido la historia, casi todos suenan igual, porque la naturaleza misma de sus fines hace que sean textos directos, referenciales, escritos sin imaginación y creatividad. En la narración de Bennett, la Reina, embarcada en el proceso de apreciar la lectura, “tuvo conciencia de lo tediosas que eran aquellas bobadas que debía pronunciar […] «mi gobierno hará esto… mi gobierno hará lo otro»: estaba tan zafiamente redactado y tan desprovisto de estilo o de interés que pensó que el acto mismo de leer aquel texto era degradante”.
A medida que la Reina lee surge otra necesidad, la de escribir sus propias impresiones acerca de lo que lee. Una noche descubre que “no pones la vida en los libros, la encuentras en ellos”. Esto lo refiere de una forma parecida Jean Paul Sartre en Las palabras, libro en el que describe cómo llegó a la lectura, en forma muy temprana por cierto, pues aprendió a leer a los cuatro años y la enorme biblioteca del abuelo lo condujo al mundo de los libros. Dice Sartre: “Se despedían nuestras visitas, yo me quedaba solo, me evadía de aquel cementerio trivial, iba a reunirme con la vida, con la locura en los libros.
El final es sensacional. No lo delato. Sólo apunto que la Reina rescata su vida de lectora y queda la insinuación de que, al igual que su ilustre antecesor que prefirió el amor y cedió el trono, ella también abdicará para seguir un camino elegido: el de los libros.